Ganar o perder peso es, simplificando algo las cosas, el resultado de un balance entre adquisición y gasto de energía. El organismo adquiere la que asimila a partir del alimento ingerido. Y debido a las actividades que desarrolla, también gasta energía: la que pierde en forma de calor. Las actividades son muy variadas: unas son las necesarias para el normal funcionamiento de los sistemas orgánicos (actividades cardiacas, renales, nerviosas, etc.), entre las que se incluye el mantenimiento de la temperatura corporal; otras están ligadas a la renovación y reparación de células y tejidos; están, por otro lado, las responsables de la síntesis de nuevas estructuras; y por último, también las musculares implicadas en el ejercicio físico. Cuando la adquisición de energía supera al gasto, el organismo gana masa. Y lo contrario ocurre si el gasto es mayor que la asimilación de energía.

Dicho de esa forma las cosas parecen muy sencillas. Aunque en estos asuntos nada es tan sencillo como pueda parecer, la ganancia de energía es un término relativamente simple; hay dos factores principales a considerar, la cantidad de comida y su composición, que afecta a su contenido energético y a la facilidad o dificultad para digerirla y asimilarla. El gasto de energía tiene más complicaciones, porque influyen diversos factores.

Teniendo en cuenta cuáles son los determinantes de los elementos de adquisición y de gasto de energía, a nadie sorprende que el sobrepeso y la obesidad hayan alcanzado una gran prevalencia en las sociedades actuales. Hay mucha comida y, además, solemos tener predilección por alimentos suculentos, de alto contenido energético y fácil absorción. Eso en lo que a la adquisición de energía se refiere. Y en lo relativo al gasto, tenemos una notable tendencia al sedentarismo y la inactividad física y, además, vivimos en entornos de gran confort térmico: difícilmente nos encontramos en condiciones que obliguen al organismo a gastar mucha energía para mantener estable la temperatura corporal. Lo dicho: las cosas parecen muy sencillas. Y sin embargo, no lo son tanto.

Todos conocemos personas que, aunque sean delgadas, no se privan a la hora de comer. Quienes tenemos tendencia a engordar los contemplamos con envidia, conscientes de lo duro que resulta limitarse ante una buena mesa, no picar entre horas o sufrir corriendo por las calles, o en el gimnasio pedaleando de manera desaforada encima de una bicicleta estática. Lo contrario también nos resulta conocido, personas que parecen no comer gran cosa y que, sin embargo, tienen excesivo peso.

¿Por qué ingiriendo similares cantidades de alimento y manteniendo parecidos niveles de actividad física unos estamos más gordos y otros más flacos? ¿A qué obedecen esas “incongruencias” metabólicas? Algunas pueden ser debidas a factores no tomados en consideración. Pero otro elemento importante a tener en cuenta es el factor genético.

En una investigación reciente se ha comparado el genoma de 1.600 personas muy delgadas, 2.000 muy obesas y 10.400 de peso normal. Y han confirmado algo que ya se sabía: la obesidad es una condición heredable en un grado no muy alto pero importante: el 32%, para ser precisos. La delgadez también lo es, aunque en una medida ligeramente inferior, un 28%. Esos porcentajes indican la proporción de la variabilidad del rasgo estudiado -obesidad o delgadez- en la población que es debida a factores hereditarios. Además, han identificado un conjunto de variantes genéticas ligadas a una condición, algunas de las cuales ya se conocían, y otras vinculadas con la opuesta. Por lo tanto, obesidad y delgadez, en parte al menos, también se heredan, aunque esto, a algunos, no nos sirva de mucho consuelo.