EN 2014 Escocia demostró a Europa y al mundo cómo es posible desdramatizar el debate sobre el estatus de pertenencia a un Estado cuando las cuestiones identitarias y las vinculadas al reconocimiento de una realidad nacional coexistente dentro de una entidad estatal están previamente encauzadas gracias a una cultura política presidida por una voluntad de concordia y pacto que beneficia a todos. Se celebró el referéndum, legal y pactado, y la opción favorable a la independencia no logró su objetivo.

¿Qué factor determinante y catártico ha sobrevenido? El Brexit, que el pueblo escocés rechazó de forma abrumadora (el 62% se mostró a favor de continuar en la UE frente al 38% favorable a la salida de la UE), y que ahora ha abierto un nuevo proceso de reflexión culminado en la victoria aplastante de los independentistas escoceses en las elecciones británicas del pasado jueves, al lograr 48 de los 59 escaños en juego, triunfo claro que refuerza su petición para un nuevo referéndum de independencia.

“Boris Johnson tiene un mandato para sacar Inglaterra de la Unión Europea pero debe aceptar que yo tengo uno para dar a Escocia una elección alternativa para su futuro”, ha afirmado la primera ministra escocesa y líder del SNP, Nicola Sturgeon. ¿Cómo podrá negarse el refrendo de Londres (Boris Johnson ya ha dicho que no va a ser tan comprensivo como lo fue David Cameron y no piensa concederlo) para una nueva consulta tras estos resultados, y constando el precedente del anterior referéndum, fundamental desde el punto de vista jurídico?

Y Europa, ¿cómo se posicionará ante esta circunstancia que podría conducir a que un Estado (Reino unido) se haya ido voluntariamente de la UE y otro Estado (Escocia) que eventualmente adquiera tal condición tras desgajarse del que se va llame a su puerta para solicitar ser admitido como miembro de pleno derecho de la UE? Es probable que de inicio las instituciones europeas no adopten una postura explícita respecto a la independencia de Escocia, como no lo hicieron en 2014. Pero en ese momento dieron a entender (por el poder de las diplomacias estatales) que no eran muy favorables.

Desde entonces su actitud ha cambiado de un modo significativo. El Brexit ha ayudado a entender por qué Escocia quiere la independencia. Y la UE dará la bienvenida a una nación como Escocia que quiere seguir formando parte de las instituciones comunitarias.

Cabe destacar dos circunstancias que, aunque en rigor no se pueden calificar como condiciones de admisión, suelen ser tenidas muy en cuenta por el Derecho internacional en el momento del reconocimiento de nuevos Estados: el carácter democrático y pacífico del proceso seguido para convertirse en un Estado independiente, y el hecho de que tal proceso se haya realizado de acuerdo con el Estado preexistente o, como mínimo, que se haya intentado de manera clara y reiterada llegar a un acuerdo.

Sobre la base de estas premisas, el debate europeo queda abierto y el Derecho debería operar como mecanismo facilitador de la resolución de conflictos, y no como factor generador de los mismos o de su agudización. Si verdaderamente se lograra un gran apoyo social a la reivindicación de independencia, si eso es lo que realmente desea una gran mayoría social clara en Escocia o en otra nación de Europa, no habrá norma jurídica que impida la materialización o conclusión fáctica del proceso de independencia. Aquí radica el verdadero reto, en lograr ese gran apoyo social que consolide el proyecto independentista y articular el proceso de forma legal.

Y Europa, caso de producirse tal mayoría social clara a favor de la secesión, deberá estar a la altura de las circunstancias, porque negar una realidad democrática invocando las propias normas de la UE supondría en realidad desvirtuar la esencia del propio proyecto europeo. Un hipotético derecho de veto a la entrada de Escocia en la UE anteponiendo intereses geopolíticos a la democracia transnacional europea dinamitaría la base democrática de la UE.