ASISTIMOS a una efervescencia social en torno a la defensa del planeta, un gran reto que nos interpela a todos, sin duda. La humanidad se ha erigido en el eje geológico del mundo por nuestra capacidad para modificar el clima; nos hemos convertido en una potencia telúrica que interfiere en los grandes ciclos del planeta.

Ante este reto, y como ocurre en otros ámbitos (pienso ahora en la brutal violencia machista) cabe apreciar muchos síntomas de lo que en el lenguaje moderno se ha dado en llamar “postureo”, esa forma sutil de lavar nuestras conciencias individuales: unos protestando tras la pancarta, otros refugiados tras grandilocuentes discursos de estadistas supuestamente militantes frente al cambio climático...y unos y otros, demasiadas veces, manteniendo una incoherencia flagrante entre su discurso político y su actuar diario (como ocurre con muchos protagonistas de la vida política) o entre su especie de militancia guadiana (consistente en que protesto los viernes y luego consumo el resto de la semana a través de un ritmo de vida opuesto a lo que proclamo en la antesala del fin de semana) y la no renuncia al desaforado consumismo que nos atrapa en su voraz red.

En una excelente reflexión el escritor Muñoz Molina nos recordaba que para vacunarse contra las tentaciones del esencialismo, del tremendismo, del fatalismo y del cinismo político, y en estos tiempos tan propicios a la desolación, un recurso posible es visitar alguno de esos espacios públicos que funcionan bien, incluso admirablemente bien, a pesar de todos los pesares innumerables de la vida política.

Es preciso canalizar todos esos esfuerzos de energía cívica ante la imperiosa responsabilidad de actuar de forma sincera contra el cambio climático. Mientras los políticos y sus comparsas se dedican a cultivar una discordia estéril (ya hay quien habla de “ecofascismo” frente a “ecodemocracia”) y un ruido que lo confunde todo, hay ámbitos de la vida real en los que se mantiene silenciosamente el esfuerzo cotidiano de mejorar el mundo, sin que merezcan ni una parte mínima de la atención que se derrocha en lo mentiroso o lo superfluo.

Merece la pena analizar algunos datos para la reflexión, centrados en la compleja geopolítica mundial que contextualiza el debate climático y en otros de gran relevancia para nuestro futuro social. Como ejemplo tal vez valga esta pregunta sin respuesta: ¿Cómo puede ahora Occidente, que es quien más ha contaminado, exigir a China que sacrifique su crecimiento? El acento en la soberanía (basta ver el debate sobre la Amazonia), la autarquía y el proteccionismo frenan toda solución efectiva ante nuestro grave problema mundial.

Los fenómenos migratorios condicionarán, junto a las necesidades energéticas, el futuro del mundo. La aceleración del recalentamiento climático es un hecho incontrovertido. Tal vez, y ante esta evidencia, una opción política eficaz en los diversos niveles de gobierno podría ser la de asociar los departamentos de industria y los de medio ambiente (cartera, ésta última, que demasiadas veces ha sido la pariente pobre, una especie de moneda de cambio en las negociaciones partidistas dentro de gobiernos de coalición).

Hemos de tener presente la insaciable demanda energética del planeta, traducida en las enormes emisiones de gas con efecto invernadero (los principales centros de emisión están en EE.UU., China, UE, Rusia, India, Japón y Brasil), la polución del aire, el consumo desaforado de recursos no renovables... ¿Para cuándo una política energética europea que supere el ámbito estatal y mitigue nuestra brutal dependencia energética?

Las fuentes de energía tradicionales (petróleo, gas y carbón) abren un debate duradero para las próximas décadas; la revolución científica pendiente es la gran esperanza del futuro, porque la demanda de energía (pensemos en China o en la India, junto a nuestra sociedad occidental) no solo no va a disminuir sino que se va a incrementar. Es cierto, como señaló Chevron, que ahorrar energía es como descubrirla, pero el ahorro por si solo ya no es suficiente.

La idea clave o central de todo el pensamiento y de la teoría económica de Adam Smith, padre de la ideología clásica del capitalismo (liberalismo económico) decae ante problemas tan globales como el de la sostenibilidad de nuestro plantea: afirmaba Smith que el egoísmo del ser humano es la clave del bienestar de la sociedad en su conjunto. Frente a esa tesis, y ante un reto global, mundial como el climático, solo la solidaridad responsable y compartida podrá permitir avanzar para gestionarlo con éxito.