La elección de los 751 europarlamentarios (o 705, si finalmente no intervienen los británicos, cuestión de especial trascendencia para nuestra dimensión vasca porque habrá cinco europarlamentarios adicionales en juego si finalmente los ingleses no concurren a las elecciones europeas y por tanto disminuirá el coste en número de votos necesarios para obtener un escaño en el Parlamento) es clave para el futuro del proyecto político europeo. Sin embargo, parece quedar oculta u opacada ante la efervescencia de la suma de contiendas electorales: la estatal, primero; y la local y foral después.

La pregunta obligada ante las ya próximas elecciones europeas se concreta en saber por qué no se ha europeizado el proceso electoral europeo, por qué no se ha avanzado en la superación de las atomizadas legislaciones electorales de cada uno de los Estados que integran la UE; por qué no se ha aceptado que sea el Parlamento Europeo quien elija al presidente de la Comisión Europea entre aquellas candidaturas presentadas por los partidos a las elecciones europeas; por qué, en definitiva, se cortocircuita ese vínculo directo entre el voto ciudadano y la elección del presidente del gobierno comunitario, es decir, de la Comisión.

Tristemente no hay respuesta a ambas cuestiones pero se intuye: una vez más prevalece lo intergubernamental (los respectivos Estados y sus egoísmos) sobre lo supranacional (la propia UE). Y el resultado es conocido: la metodología electoral europea remite a la normativa interna de cada Estado, a efectos de aplicar su propio sistema electoral. El Estado español optó desde su incorporación a la Unión Europea por la circunscripción electoral estatal y única, frente a modelos descentralizados electoralmente ante la cita con las urnas europeas, como Francia, Irlanda, Italia, Polonia, Bélgica o el Reino Unido.

Esta opción a favor de la circunscripción única juega en contra de los intereses de los partidos que desean formular sus propuestas en clave europea y a la vez con proyección concreta sobre su ámbito territorial de actuación política. Además, repercute negativamente sobre el nivel de participación porque realmente aleja al votante de su realidad más próxima y de la incidencia del debate electoral sobre su realidad cotidiana. Y en tercer lugar, es claro que favorece el bipartidismo estatal, ya que en realidad responde a un cálculo electoralista interesado y promocionado desde determinadas opciones políticas, en particular desde los grandes partidos políticos con implantación estatal.

Son tres las posibles alternativas que a futuro podría presentar la necesaria y deseable reforma del proceso electoral europeo, y la trascendencia de una u otra opción es evidente: en función del concepto de circunscripción aplicable alteraría de forma importante la presencia de fuerzas políticas en el Parlamento Europeo que seguirá con su doble sede (Bruselas y Estrasburgo).

La opción dominante es seguir la inercia política representada por el mantenimiento inalterado de las circunscripciones estatales. Es la tesis estatalista e intergubernamental en estado puro y, sin duda, representa la alternativa preferida por los Gobiernos de los Estados, celosos y centrados en conservar su poder soberano dentro de la Unión Europea. Estos se aseguran así una proyección a escala europea del equilibrio de fuerzas dominante en el interior de sus respectivos Estados. De esta forma se estatalizan o nacionalizan las elecciones europeas. La foto que nos muestra la todavía vigente composición del Parlamento Europeo permite apreciar esta “inercia”: se acentúa el grado de control que ejercen sobre la institución parlamentaria los grandes partidos, a modo de réplica mimética de lo que ocurre ya en el ámbito estatal.

Una segunda opción defendería abrir el sistema electoral europeo a toda una serie de circunscripciones subestatales, mediante un sistema de reparto de escaños proporcional a la población de cada circunscripción. Esta modalidad favorecería un verdadero pluralismo político en el Parlamento y ha sido tradicionalmente la opción defendida por la propia Comisión de Asuntos Constitucionales del Parlamento Europeo, que defendió la creación de circunscripciones territoriales en aquellos Estados con una población superior a 20 millones de habitantes.

El tercer escenario de cambio nos acercaría hacia el establecimiento de un modelo transnacional de elecciones europeas en el que el conjunto de la Unión se configuraría como una circunscripción europea, combinándose con la existencia de otras circunscripciones estatales o subestatales.

El interrogante que queda en el aire y planea sobre estas nuevas elecciones europeas de 2019 es claro: ¿Para cuándo una reforma profunda de esta rígida e interesada legislación electoral, que permita adecuar las elecciones europeas a la importancia creciente de las entidades subestatales en la creación europea? ¿Quién teme una mayor participación electoral, una mayor cercanía de lo europeo a lo que de verdad importa a los ciudadanos?