UÉ buena es la ficción británica! Ese comentario nos viene a la boca desde tiempo inmemorial -algunos nos acordamos de Arriba y Abajo, la precursora histórica de Downton Abbey-. No he podido evitar ese pensamiento al asistir a la crisis de Boris Johnson, imposible de entender sin las circunstancias distópicas de la Inglaterra actual. Al Johnson de las fiestas alcohólicas en plena pandemia lo conocimos de alcalde de Londres y ya entonces no concebimos que pudiera pasar de ahí. Por entonces era como pensar que un millonario histriónico, estrella de la televisión y empufado con Hacienda hasta las cartolas pudiera ser presidente de Estados Unidos. ¡Qué risa! Y, luego, ¡qué susto!
Recomiendo una película clarificadora: Brexit, una guerra incivil. En ella se describe no tanto a un Boris Johnson advenedizo a la causa de la ruptura con Europa sino un proceso de manipulación de la opinión pública con eslóganes que sustituyeron a la información mediante la gestión de los big data y las redes sociales para influir en la opinión pública. Nadie siente que esté pecando mientras prostituye el proceso democrático. Su protagonista es el asesor Dominic Cummings, cerebro de la campaña en favor del Brexit, al que se presenta consciente del poder de la manipulación, altivo y feliz de aplicarlo, interpretado por un fantástico Benedict Cumberbatch. El exasesor de Johnson, convertido hoy en su azote, ya era un gestor del momento dispuesto a obviar las ataduras éticas de la verdad. Hoy no parece reivindicarse en ella, pero la usa para saldar cuentas. ¡Ojo!, que no estamos para mirar por encima del hombro. Los factores de esta distopía democrática británica son globales; la política de la influencia por la gestión de datos y la información obtenida y difundida en redes sociales, caduca sin pasado ni futuro ni obligación de veracidad es la preferida por nuestro consumidor.