A brutalidad, el ensañamiento, no precisan de un motivo objetivable. No responde al proceso de causa y efecto. Le basta una cultura de la no convivencia, unos tics de supremacismo. En las últimas semana deberíamos horrorizarnos, tanto o más que por las agresiones homófobas, por su gratuidad, su falta de emocionalidad en el impulso. Todo es mucho más perverso. El proceso por el que nuestra convicción de libertad se convierte en impunidad es sibilino. Empieza cuando intentamos contraponer esa supuesta libertad al respeto y la convivencia. Cuando nos convertimos en paladines de la moral construida por el discurso más populista para su interés. Suele acompañarse de un desarme ético que violenta la propia democracia como principio de organización y la reduce a mecanismo de consecución del poder por la vía del sufragio. Se modifican normas legales y se las reorienta en sentido inverso a los principios de la democracia. Ni igualdad ni libertad ni libre pensamiento ni respeto a la diversidad. Nos está pasando en la vieja Europa. Aquellos que asumieron esos principios para poder incorporarse al proyecto de la Unión ejercen de quintacolumnistas de esa estrategia. Líderes a los que el sufragio les ha dado la manija de la involución no pueden llevarnos a dejar de ser lo que queríamos ser: sociedades que repudian el abuso; que buscan la igualdad de oportunidades; que promueven un modelo social de protección y servicios públicos; que superan la autocastración de renunciar al valor, la creatividad, el impulso y el rendimiento de la mitad de su población mediante la discriminación por razón de género; que ven la diversidad de todo punto como una virtud y no una amenaza. Estamos apelados a no dejar de ser por poner en vanguardia al energúmeno que resuelve sus limitaciones a patadas en la cabeza de quien tiene la seguridad para reivindicarse sin tapujos.