SI era un ejercicio de oportunismo, el bumerán le volvió a Carlos Iturgaiz. Si pretendía traer a Euskadi el ascua de la estrategia de su líder, Pablo Casado, respecto al debate territorial, se llevó ayer del Parlamento Vasco la sardina chamuscada. El nacionalismo vasco gobierna sin necesidad de estridencias; no es lo que es por negación de la realidad de nadie, como le ocurre al español, y su fortaleza no requiere de proclamas en las plazas. No es que no haya un sector de ese soberanismo -el que se reclama radicalmente independentista- que juegue esa baza pero el suyo no es un pulso al Estado, con cuyo gobierno colabora sin rubor, sino un pulso por el liderazgo social del que no dispone. La fortaleza del soberanismo jeltzale es el doble principio que ayer volvió a argumentar el lehendakari: principio democrático, principio de legalidad. Y un camino en el que el crecimiento de la soberanía desde el reconocimiento del carácter nacional de los pueblos, conlleva la bilateralidad en las relaciones y el respeto mediante el cumplimiento de los compromisos. Frente a él, el discurso del presidente del PP vasco habla de crispación, de socavar la convivencia y de sometimiento a la interpretación legal más restrictiva como fórmula para contener a la sociedad. Es un discurso de debilidad; no se apoya en la sensibilidad mayoritaria de la sociedad a la que se dirige -si fuese la vasca- ni tiene propuestas para ella. Actúa como la quinta columna de otros intereses ajenos para socavar los espacios en los que una mayoría abrumadora está en disposición de encontrarse con la base del mutuo respeto a la divergencia. La receta de poner límites a la voluntad ciudadana aleja a esta de las leyes cuando no la amparan. Sánchez debería leer correctamente este capítulo de su historia. En él tiene la ocasión de mostrar fortaleza afrontando una transformación real que supere las raíces del choque nacional en el Estado.