HÍ va un silogismo, -quizá falso, quizá no- al calor del debate sobre la ausencia de Felipe VI en Barcelona, el cabreo de los jueces conservadores y la dudosa lealtad de ponerse de su lado y no del gobierno legitimado por las urnas perpetrada por el monarca. En democracia, la legitimidad de la jefatura del Estado nace de la adhesión de sus administrados. Si no lo tiene, habrá métodos democráticos para propiciar una que sí la concite. El rey es el jefe del Estado; ergo requiere de la adhesión de sus administrados. Sin embargo, a criterio del Gobierno español, pasear al rey por una parte del territorio cuya jefatura ostenta -Barcelona- conlleva una "amenaza a la Monarquía". Esto no permite asegurar la adhesión del conjunto de los administrados sino más bien una oposición tan severa -acaso localmente- como para cuestionar a la institución. En consecuencia la adhesión legitimadora ya no se debe presuponer sino acreditar. Entre otras cosas porque la acción de la Justicia la ejercen esos jueces "en nombre del rey", no de la ciudadanía soberana o de la garantía de los derechos universales del ser humano. Esto hace imperiosa la solvencia de la legitimidad del jefe del Estado. Pero, si la práctica diaria no acredita esa adhesión, el bien a proteger debería ser la legitimidad y no la Monarquía. ¿Dónde están los métodos democráticos para garantizar la primera y no someterla a la segunda?