NO tengo muy claro que deba ser partidario de la sanción penal por la apología del franquismo. La medida la anunció la semana pasada con cierta solemnidad el Gobierno español aunque vaya para largo, pues debería entrar en la tipificación de supuestos delictivos del próximo Código Penal, que está por tramitar y no será cosa de esta semana. Entiendo y comparto las comparaciones con la experiencia normativa alemana en relación al nazismo, aunque también debo decir que la prohibición expresa de su reivindicación pública no ha impedido que los neonazis hayan crecido en las preferencias de parte del electorado alemán. De hecho, la victimización que de su exclusión política están aprovechando para hacer es, en este siglo de populismos y fake news, una herramienta política muy útil para captar la simpatía del elector poco informado o muy deformado. Personalmente siempre me ha podido la idea de que, en democracia, los juicios sobre las opiniones deberían estar en manos de una ciudadanía preparada y no de una minoría togada. Me da lo mismo que la denuncia se la lleve el letrista de un grupo punk que el presidente de la Fundación Franco. Si el problema es que tememos que la ciudadanía no sea capaz de discernir cuándo le mienten y manipulan a lo mejor deberíamos exigir menos programación de recauchutados poniéndose los cuernos, bailando todos pedo y haciendo el ridículo y un poco más de educación; un poco menos de amarillismo en los titulares y un poco más de contraste informativo. De hecho, prefiero que a estos nostálgicos del fascismo y la España imperial se les vea venir marcando el paso de la oca. Y para eso hace falta que se expresen libremente.