ESTA semana hemos conocido la iniciativa de un municipio sueco que ha implantado una licencia para practicar la mendicidad en sus calles. Tras el primer sentimiento de despropósito -¿cómo demonios se va a pagar un mendigo los casi 24 euros que cuesta la licencia para ejercer?- llega la reflexión. Que muy bien podemos renunciar a ella, pero eso ya es una postura militante; bien a favor, bien en contra. La medida va claramente encaminada a disuadir, no nos engañemos. La reacción más sencilla será, con mucha probabilidad, que los pobres de solemnidad busquen limosna en otro lado. Pero también hay que tomar conciencia de que la solicitud de la licencia, con identificación del demandante, abre la puerta a integrar a la persona en el mecanismo asistencial público, que el imaginario común sitúa a la cabeza del mundo en los países escandinavos. Identificado el mendigo, se puede derivar a los servicios sociales. Sin embargo, si lo que se busca es combatir a esas estructuras que “depositan” a su legión de necesitados de toda tipología -ancianos, lisiados, niños, mujeres embarazadas...- a una hora para recogerlos varias después, se corre el riesgo de prelegalizar el negocio de la necesidad. Esas redes pueden invertir sus 24 euros cada tres meses y deducirlo del rendimiento de cada mendigo. El viejo modelo de la venta de la fuerza de trabajo y su generación de genera plusvalía, aplicado a la mayor de las dependencias al patrón: la de la miseria. Y, los más débiles, aquellos que saben que no pueden salirse de la red para integrarse en el sistema público de asistencia porque carecen de papeles.