REVISITAR ciertos clásicos con la mirada de nuestro tiempo suele resultar enriquecedor. Bien porque descubrimos que los paraísos perdidos no volverán por nuestra melancolía pero merecen una lágrima como acicate de lo que pudimos ser; bien porque reconocemos en algunas reflexiones fundamentales las prácticas de la política actual. A mí me ha pasado con El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, que no me ha hecho soltar lágrimas pero sí reconocer en los principios de la política y el ejercicio del poder que allí se describen algunas -o muchas- características que se reproducen. Para no retrasarlo más, diré que tengo la impresión de que Albert Rivera ha leído a Maquiavelo y lo ha interiorizado. Es fiel a la letra cuando esta dice que el poder debe ser absoluto y no compartido y que el príncipe debe rodearse solo de los más fieles. Que es mejor ser temido que amado y cruel que compasivo, así como evitar ser generoso porque así podrá evitar gastos y reducir impuestos. Un tratado del liberalismo económico escrito en el Renacimiento. Ayer, Rivera laminó a los críticos y, para diluir la división, reformó el consejo ampliándolo con fieles y dando la sensación de que no se ha debilitado perdiendo a 20 de sus miembros sino que se ha fortalecido duplicando su número con secretarios fieles que se quitan la palabra para darle la razón a él. Otro día merece la pena describir cuánto de maquiavélica tiene su concepción del Estado y su obsesión con la uniformidad. Hoy acabo con una advertencia del sabio Nicolás a su Príncipe: cuando el poder se logra con armas y fortuna ajenas, se logra más fácil, pero se mantiene con dificultad.