Como dice Clint Eastwood, el maestro Dominique nunca dejó “entrar al viejo”. Se fue unas navidades en las que, cumplidos los noventa, tenía previsto burlar la grisaille de Bruselas en Egipto. Una gran pérdida para mí. Enseñaba a las 7,30 cada mañana en la piscina Louis Namèche. Antes de empezar a nadar.

“Era un niño entonces, me contó una mañana de primavera. Para nosotros se convirtió en un juego acechar, junto a las vías del tren, el paso de los convoyes alemanes. Escaseaba el carbón y nosotros recogíamos el que caía de los ténderes de las locomotoras que salían, cargadas hasta arriba, de la estación. Aquí cerquita. Una travesura inocente y productiva. Ayudaba en casa. Además, nos protegía del verdadero alcance de aquella catástrofe. Nos parecía más una divertida alteración de nuestras rutinas infantiles que el drama que fue. Desperté bruscamente de aquel sueño cuando los alemanes empezaron a jugar al tiro al blanco con nosotros. Una mañana, cubo en ristre, Ivo se desplomó sobre el balasto, a mi lado. La cara de mi amigo, su alegre sonrisa eran ahora una masa sanguinolenta. Aquella mañana entendí el alcance de las palabras “guerra” y “morir”. Dejé de ser un niño.”

Mi amigo nunca daba puntada sin hilo. Me recordaba aquel drama, en 2014, tras la anexión de Crimea y Sebastopol por la federación rusa. Lamentaba, ya entonces, la negativa a asumir decisiones sobre defensa y seguridad aplazadas durante décadas en Europa. Y animaba a no confundir el marketing político que disfrazaba semejante irresponsabilidad de pacifismo y anti-americanismo con la pura ingenuidad de la que despertó a tiro limpio, junto a la Gare de L’Ouest, una mañana de octubre de 1940. Lecciones aplicables al hoy del maestro Dominique.