Hace algo menos de un mes, el terrible y amenazante huracán Milton se acercaba a las costas de Florida, por lo que se decretó la evacuación de varias poblaciones. Días antes, la alcaldesa de Tampa advirtió a sus vecinos: “Puedo decir esto sin que sea exagerado: si eligen quedarse en una de las zonas de evacuación, morirán”. El presidente de EE.UU., Joe Biden, avisó también de que se acercaba “la peor tormenta en Florida en un siglo” y llamó a los habitantes de las zonas de riesgo a “evacuar ahora, ahora, ahora”. “Es una cuestión de vida o muerte”, insistió. Entre estos avisos extremadamente conminativos y el lanzamiento de mensajes al móvil casi doce horas después de que se declarase la alerta roja en la Comunidad Valenciana y Castilla La Mancha -o sea, cuando la DANA ya estaba descargando su furia sobre las poblaciones-, hay un abismo. Como se ha comprobado -y es totalmente cierto que después de visto, todo el mundo es listo-, en estas zonas también era cuestión de vida o muerte no solo saber con antelación suficiente las dimensiones de lo que se le viene literalmente a uno encima sino también qué se puede, se debe y no se debe hacer en estos casos. Todos hemos oído e incluso pronunciado eso de que estamos hartos de avisos amarillos, alertas naranjas y alarmas rojas porque “nunca pasa nada”. Pero estos días, quienes vivimos las inundaciones y riadas de 1983 hemos revivido aquellos días de tragedia y angustia y los seguimos reviviendo al leer y escuchar los testimonios y ver las imágenes que nos llegan y que por desgracia seguiremos contemplando. Pese a la dificultad -en algunos casos extrema- de acertar de pleno en la previsión no solo de la dimensión de un fenómeno de estas características, sino de su trayectoria, comportamiento, etc., es obligado -porque ahora se puede y se debe- tener todos los medios para adelantarse a los acontecimientos y también para avisar con precisión a la población. Se trata de salvar vidas.
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