La primera de las semanas que tenemos por delante antes del 10-N comenzó agitada por la quiebra de Thomas Cook Group. Algunos, sean expertos o políticos, así como empresarios, se han apresurado a diagnosticar y sentenciar, mediante juicios, pretendidamente objetivos, técnicos y neutros, que el descalabro de la compañía británica se debe a las consecuencias del Brexit, de la caída de la libra y de la inseguridad económica que sobrevuela Europa, como si dejar sin empleo a 22.000 personas y sin cobertura asistencial a 600.000 clientes se hubiera gestado en unos meses y no tuviera su origen en factores más profundos, como la mala gestión corporativa de una empresa que venía acumulando pérdidas desde hace más de una década.

Se trata de un nuevo fracaso empresarial o, como posiblemente diría John Kenneth Galbraith, un fraude inocente que, leámoslo en sus propias palabras, afirma que “el éxito social consiste en tener más automóviles, más televisores, más vestidos, más armamento letal”. “He aquí la medida del progreso humano. Los efectos negativos -la contaminación, la destrucción del paisaje, la desprotección de la salud pública, la amenaza de acciones militares y la muerte- no cuentan. Cuando se mide el éxito, lo bueno y lo desastroso pueden combinarse”.

El prestigioso economista de origen canadiense nos dejó en 2006, pero antes publicó lo que se ha llamado su testamento intelectual reflejado en su último libro, La economía del fraude inocente (2004) en el que critica y rechaza los discursos dominantes que, utilizando situaciones coyunturales, terminan creando un mundo virtual sobre nuestro sistema económico que deslumbra a tantos incautos e impide desenmascarar a los responsables de grandes fraudes empresariales que nos han precedido en el pasado más cercano, como la quiebra de la energética Enron o de la telefónica Worldcom que, en su caída, arrastraron a su auditora, Arthur Andersen, que debía vigilar sus cuentas, por citar los más relevantes escándalos de este siglo XXI.

Pues bien, el descalabro del turoperador británico no les va a la zaga. Cumple a la perfección con los principios más elementales del neoliberalismo. Lleva acumulando deudas desde hace más de una década, pero sus responsables apenas han hecho algo para cambiar la tendencia, salvo embolsarse más de 40 millones de euros en concepto de incentivos. Llegados al límite y con el agua al cuello se dejaron seducir en agosto por Fosun, el primer conglomerado privado de inversión de China que pone su dinero en todo lo que huele a pelotazo, salud, turismo, moda, banca u ocio. Por citar algunas, controla el Club Med de Francia, la firma de moda estadounidense St John, la joyería griega Folli Follie, la petrolera australiana Roc Oil o el club de fútbol inglés Wolverhampton Wanderers.

Los chinos están en su tarea acaparadora, mientras que los responsables de la empresa turística británica, lejos de admitir sus errores, contactaron, dos días antes de la quiebra, con el Gobierno de Boris Johnson para solicitar un rescate financiero con dinero público a fin de evitar la suspensión de pagos. Llegados a este punto es donde los protagonistas ponen en valor conceptos como opulencia privada y miseria pública o, volviendo a recoger ideas de Galbraith, “he aquí el hecho fundamental del siglo XXI: un sistema corporativo basado en un poder ilimitado para el autoenriquecimiento”.

Entre tanto no han cambiado el mensaje de los expertos o de los políticos, complacientes todos ellos con el poder financiero. Como tampoco ha servido de mucho de última crisis. La memoria humana debe ser muy frágil o acomodaticia como para olvidar factores fundamentales que permanecen en la zona oscura, lejos de cualquier análisis crítico, ocultos entre metáforas o eufemismos elevados a la categoría de paradigmas que nos hablan del libre mercado como el marco donde, sin la intervención o regulación del Estado, la gestión de las grandes corporaciones empresariales trabajan para ofrecer lo mejor a la sociedad, al tiempo que se estimula la economía de libre mercado, mientras que la diferencias salariales, cada día más grandes, y el enriquecimiento de unos pocos son daños colaterales que debemos aceptar como mal menor.

Se trata de factores como la gestión corporativa y la soberanía del consumidor, que no son debatidos ni refutados por otras ideas, simplemente son ignorados para calificar como inocente al fraude de las grandes corporaciones.