NO hace tanto que Europa era percibida como un territorio lejano, al otro lado de los Pirineos.

De niños, cuando algún turista francés preguntaba en la playa por la hora o por un lugar para comer, nos solía tocar responder. Nuestros padres no habían tenido oportunidad de aprender idiomas y nosotros habíamos seguido cursos de francés en la escuela. Pero la enseñanza de aquella época no se preocupaba mucho de asegurar competencias en el uso eficaz del idioma, sino que estaba orientada a la gramática y a memorizar: “Je t’aime, tu m’aimes, il m’aime?”.

París parecía estar muy lejos y de allí nos llegaban las noticias de lo que realmente ocurría en el Estado, cada noche, por radio. El régimen se descomponía lentamente, pero Europa seguía siendo, salvo para unos pocos, un espacio desconocido.

De vez en cuando, algún aita iba hasta Milán, en misión industrial, y lo hacía en coche. Nunca nos quedaba muy claro a qué distancia estaba, pero sabíamos que era muy lejos. Lo de volar era algo que solo ocurría en las películas y en los Nodos.

Era raro encontrarse con algún extranjero en la vida cotidiana, salvo en verano, cuando volvían aquellos pocos visionarios que habían descubierto los secretos de nuestra gente, de nuestra costa y preferían el clima incierto y la imprevisibilidad del cantábrico a la garantía de sol del sur o la tibieza del Mediterráneo.

En los ocasionales viajes a Iparralde aprendimos que cruzar la frontera no era broma y constatamos que el urbanismo y la arquitectura cambiaba, como lo hacía el aspecto de los escaparates, de los bares y de la gente, aunque el mar, las laderas y la luz fueran las mismas. En el Casco Viejo de Baiona era probable encontrar a alguno de los que, digamos por precaución, habían decidido vivir al otro lado de la muga.

Apenas ha pasado medio siglo y ahora somos ya plenamente europeos. Viajamos sin pasaporte, sin cambiar de moneda y, al hacerlo, constatamos hasta qué punto es cierto que Europa es una realidad, una exitosa fusión, y qué ventajoso es que lo sea.

Pero nada en la vida transcurre por una sola vía. Y mientras buena parte de ella discurre en el carril central europeo, muchas de nuestras pasiones y cuentas pendientes aún circulan por los arcenes laterales de lo local, de lo nacional. Y no puede ser de otro modo pues es ahí donde acontece nuestro día a día.

Europa, el viejo continente, testigo y protagonista de tantas guerras, algunas aún recientes, como las derivadas de la desintegración de la antigua Yugoslavia, es donde habita nuestro futuro.

Vieja es, sí, pero nueva también, en su unión. Y, como joven inexperto, sufre su primer divorcio antes de haber alcanzado su madurez.

Resulta difícil entender lo que significa realmente el Brexit en toda su dimensión. Pero somos conscientes de que el Reino Unido siempre tuvo un estatus distinto y que ese hecho diferencial ahora se acentuará. Tal vez a la mayoría de nosotros nos afecte poco, aunque lo hará mucho más a los europeos foráneos que allí residen, estudian y trabajan, y también a los británicos que viven entre nosotros.

Esta crisis de juventud obliga a Europa a su autoanálisis, a replantearse su futuro, en el que se proyectan distintas visiones, fiel reflejo de las diferentes realidades de los estados de la unión.

Mientras, aquí, seguimos sin haber conseguido cerrar el pacto constitucional del equilibrio territorial estable y persisten las fuerzas de los nacionalismos periféricos que aspiran a cambiar el mapa. Tal vez ahora lo hacen con menos fuerza, posiblemente al constatar la resistencia europea global a alterar una dinámica en la que los estados actuales, preservando su configuración, están destinados a ser quienes decidan el ritmo al que se van a ir mezclando, hibridando, para dar paso a la nueva Europa de la ciudadanía, que ya se intuye.

Lo recientemente ocurrido en Cataluña, aun sub judice, nunca mejor dicho, ha contribuido a que todos visualicemos lo que, a veces de manera implícita, las versiones más moderadas de los nacionalismos vascos y catalán venían anticipando: hay poco margen para un cambio radical en la estructura actual de nuestros estados y el futuro habrá de ir forjándose en un lento gota a gota: las fronteras culturales se irán derritiendo como los relojes de Dalí en La persistencia de la memoria (1931).

Y mientras localmente aun persisten estos debates, empieza a emerger la necesidad de dar respuestas globales a lo que será el futuro de una Europa que los adultos de hoy veremos florecer pero que, sobre todo, pertenecerá a las futuras generaciones.

Emmanuel Macron, joven e innovador presidente francés centrista, de cara a las próximas elecciones europeas, nos habla de “renacimiento”, de “energía” y de “ambición renovada”. “Europa no es un supermercado”, dice, sino “un destino común”, para cuyo impulso Francia identifica a Alemania como el socio preferente, ahora que los británicos han decidido acentuar su insularidad.

Macron aboga por una Europa social que ofrezca una protección mínima universal a los más desfavorecidos, que integre también el bienestar social. Y lo hace no solo por convicción y necesidad, sino para construir una barrera eficaz que frene el galope de los neopopulismos involutivos que no dudan en manipular a los más débiles para apelar al pasado, para que Europa no sea barrida por regímenes autoritarios.

Nosotros, hoy ya europeos de pro, seguimos siendo aquellos conversos un poco tardíos y apenas conseguimos emitir un mensaje claro, sumidos como estamos en nuestros debates internos. Nos interesa, sí, ser europeos, pero lo de bosquejar la Europa que queremos es una cuestión que se nos escapa, no habiendo aún conseguido consensuar la forma del Estado en que vivimos.

Mientras, la nueva líder de los conservadores alemanes, Annegret Kramp-Karrenbauer, conocida también como AKK, francófona y francófila, matiza la propuesta francesa en su reciente artículo Acertar en la construcción de Europa (Europa jetzt richtig machen) señalando que el centralismo europeo no es la solución.

Tal vez estas sutiles diferencias en el modelo social sean reflejo de la distinta concepción, naturaleza y estructura de los estados que cada uno representan, del federalismo germano frente al tradicional centralismo galo.

Probablemente, el futuro de Europa esté en la fusión de ambas propuestas en un gran espacio que asuma la responsabilidad de cuidar de todos sus ciudadanos pero sin que eso sea excusa para que cada territorio y administración desatiendan sus propias obligaciones y se mutualicen las deudas, como advierte AKK, que expone un punto de vista que en Euskadi nos resulta bien conocido y acorde a nuestra tradición.

Tal vez en esa nueva Europa, a caballo entre la visión de Macron y AKK, que comparten la prioridad de frenar el cambio climático, haya oportunidad para que las naciones sin estado encuentren espacio para sus legítimas aspiraciones.

Con independencia de todo ello, y más importante aún, esa gran Europa habrá de ser un extenso espacio seguro y multicultural en que cada ciudadano pueda desarrollar los proyectos y los sueños que la realidad local le niegue.

Uno no elige donde nace, pero puede seleccionar el lugar donde desea desarrollar su proyecto de vida.

El filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas ya lo advirtió: “Hay una grotesca desproporción entre la influencia profunda que la política europea tiene sobre nuestras vidas y la escasa atención que se le presta en cada país”.

Podría haberlo dicho refiriéndose a nosotros. Nuestro destino está irremediablemente ligado al de la nueva vieja Europa.