LA política catalana vuelve a ser espesa, inextricable. Está en bucle permanente. Sin avances ni retrocesos, al menos aparentes. Tampoco tangibles. El Govern liderado de forma entusiastamente vicaria por Quim Torra se ha tambaleado en las últimas horas, cuatro meses y medio después de su toma de posesión, por las diferencias entre las fuerzas independentistas que le sostienen.
La caótica situación que vivió ayer el Parlament se parece como dos gotas de agua a la que tuvo lugar hace casi cuatro meses, cuando la fractura entre Junts per Catalunya y ERC por la suspensión como diputado de Carles Puigdemont bloqueó la Cámara y suscitó una crisis en el independentismo.
Ayer, la causa fue la suspensión/sustitución de los diputados que se encuentran huidos. Es evidente que el origen del problema que se suscita es, en primer lugar, la persecución política y judicial del independentismo y la existencia, por este motivo, de personas que han sido elegidas por la soberanía popular que no pueden ejercer sus funciones como tales electos. Una anomalía democrática que subyace y se hace presente con toda su crudeza, que limita la acción política e impide la normalización.
Pero ello no obsta para que quien se siente agredido, agraviado o -como se repite hasta la saciedad en Catalunya, humillado- actúe con la suficiente inteligencia política. Y no parece que sea el caso.
“Apretad”, les decía el otro día Torra a los CDR. Así parece estar el Govern, aprisionado entre lo que entiende como mandato popular con el objetivo final de la República catalana, la Constitución, las leyes, el reglamento del Parlament, los tribunales de justicia, Puigdemont, los partidos catalanes no independentistas y -quizá- su sentido de la realidad.
En estas, el Govern es evidente que no gobierna, el Parlament no ha arrancado aún la legislatura, los presos siguen en la cárcel, los exiliados viven huidos y la república no llega. Y lo peor es la sensación de bochorno que transmite el independentismo y que reconocen incluso públicamente algunos de sus integrantes.
Tanto, que ayer se rozó la posibilidad de terminar con la legislatura y convocar nuevas elecciones. Un acuerdo in extremis -cuestionado una vez más por los letrados de la Cámara- y la suspensión del Pleno hasta la semana que viene ha vuelto a ser la fórmula para intentar reconducir la crisis. Es decir, ganar tiempo en la cuerda floja.
No es decartable que la solución pueda volver a generar consecuencias: o bien se agrava la división soberanista o bien tenemos de nuevo denuncias, suspensiones e inhabilitaciones por parte de los tribunales españoles.
Hay quien busca alimentar el bucle, en ambos extremos. Lo necesitan para sus intereses. Sería bueno que miraran a lo que necesita la ciudadanía: política real y pragmatismo.