ESTAS líneas pretenden opinar, modesta, respetuosa e independiente, sobre la situación económica que vivimos. Esa es la finalidad. Claro que, en ocasiones, como hoy, las declaraciones de algunos personajes obligan a modificar el objetivo para centrarnos en la mojigatería, comedia, pamplina o doble moral, que son unos pocos sinónimos de esa gran lista de epítetos que vienen a significar lo mismo: HIPOCRESÍA, escrita, sí, con mayúsculas porque también se puede traducir como deslealtad de quienes tienen responsabilidades públicas que le son propias al presidente de un gobierno o los compromisos laborales que acompañan al secretario general de una asociación de empresarios.

No es cosa de seguir escribiendo en abstracto. Pongamos rostro al presidente: Mariano Rajoy; y al secretario de los empresarios: Juan Ugarte. Ambos han dejado esta pasada semana unas perlas desoladoras. El primero cree que la desigualdad entre hombres y mujeres en el ámbito laboral no es un asunto que competa al Gobierno: “No nos metamos en eso”, cuando las estadísticas dicen que las mujeres cobran un 15% menos que los hombres. El segundo asegura: “No tiene sentido recomendar subidas salariales. Si bajan los impuestos habrá más dinero para consumir”, olvidando la paradoja de que el crecimiento económico coexista con un aumento de la desigualdad social.

Son dos claros ejemplos del autoritarismo plutocrático al que aspiran los neoliberales. Rajoy abdica de su compromiso con la igualdad y deja en manos de los empresarios la regularización salarial. Por su parte, Ugarte, abandona la ética de pagar un salario justo a las trabajadoras y trabajadores para que sea los gobernantes quienes regularicen el poder adquisitivo de la ciudadanía por la vía fiscal, aunque vaya en detrimento del estado de bienestar (educación, sanidad y dependencia). Nos tratan como si fuéramos tontos e instrumentalizan las leyes en su propio beneficio quebrando así la imaginaria línea roja que separa la ética de la inmoralidad.

SORDOS Y CIEGOS. Poco más cabría añadir al escenario descrito, salvo recordar, por ejemplo, que Islandia, Alemania y Reino Unido ya han aprobado medidas legislativas para igualar los salarios y las oportunidades entre ambos géneros o que la Comisión Europea emitió en 2014 una recomendación para atajar la desigualdad salarial. Pero Rajoy está por encima del bien y el mal al asegurar que “los gobernantes debemos ser muy cautos a la hora de saber cuáles son nuestras competencias y cuáles no, y desde luego, no hay ninguna que sea igualar salarios”.

Entre tanto, las buenas noticias en el capítulo vasco de la fiscalidad se convierten en el argumento de los empresarios exigir bajar impuestos como coartada para no pagar unos salarios dignos, haciendo oídos sordos a la idea de amortizar deuda pública y aumentar las inversiones propuesta por el Gobierno vasco como objetivos extraordinarios para gestionar el excedente de recaudación.

Lo peor, sin embargo, no reside en que estos demagogos muestren sordera y ceguera ante sus responsabilidades en particular y la ética en general. Saben que en un mundo interdependiente y globalizado estas proclamas, aunque se conviertan en acciones, no procurarán a la larga el bienestar de nadie. Lo preocupante, lo realmente peligroso es el camino de fondo abierto por el neoliberalismo que, tras comprobar la tragedia generada por la desregularización financiera y empresarial, ahora insisten en ello y aspiran a contar con la complicidad de siervos neoliberales.

En la antigua Grecia, el hipócrita era un actor que utilizaba máscara y disfraz para representar una personalidad ajena a la suya. Su objetivo era deleitar al público. En la actualidad, los hipócritas se refugian en la caverna mediática desde la que representan el papel en su vida proyectando las sombras de la mentira, aunque eso sí, envueltos de trajes de seda. Tristemente, hay una diferencia entre aquellos hipócritas griegos y los actuales: los primeros trabajaban para entretener al público. En cambio, los de hoy actúan dañando a la sociedad.

Es la distancia que separa un oficio de una mentira. O, si lo prefieren, la honradez de la deslealtad.