los aspavientos hechos a lo largo y ancho de la Unión Europea (UE) a raíz de los acuerdos de una mayor cooperación y coordinación militar comunitaria tienen su pizca de justificación, pero no dejan de ser exagerados.
Porque si bien esos acuerdos suponen un paso hacia una futura y eventual unidad de acción militar, están aún muy lejos de situar a la UE como potencia militar. La centralización de los servicios sanitarios de los distintos ejércitos nacionales es un paso en la buena dirección, pero no da potencia de tiro; y la intención de libertad de desplazamiento de cuerpos de ejército dentro del ámbito comunitario es más apariencia que realidad, porque la soberanía militar de cada Estado no se ve delegada ni por asomo en un órgano de gobierno comunitario. La defensa armada sigue siendo nacionalísima.
Y si los motivos para echar las campanas militares al vuelo son más bien de futuro y buena voluntad, las razones que han llevado a casi todos los Estados miembro de la UE -no firmaron Dinamarca, Gran Bretaña (que sigue siendo miembro hasta el 2019), Irlanda, Malta y Portugal- son en cambio muy actuales y bastante preocupantes. Las amenazas del fundamentalismo islámico, la beligerancia de pequeñas y medianas naciones -como Core del Norte e Irán- que tienen o están a punto de poseer arsenales nucleares y las querencias expansionistas de Rusia y Turquía son problemas cotidianos que han de atender y prever las naciones de la UE.
Igualmente inquietante para la seguridad comunitaria es la nueva política estadounidense de Trump, cuyo lema de América primero podría terminar acabando por transformarse en una reducción del escudo militar de la OTAN para los países de la Comunidad Europea.