SU porte señorial es testimonio del tipo de residencia de la burguesía de finales del siglo XIX y comienzos del XX en Bilbao. Al palacete -tiene guasa llamarle así, con el argot de la época, cuando luce como el último gran palacio de la ribera de la ría en la villa...- solo le falta un halo de bruma que lo envuelva y lo corone y un fantasma con batín que se pasee por sus estancias, con aires de lord inglés. Los interiores, con sus boiseries y el recurso a la madera, recuerdan el confort de las casas inglesas de la época. Fue conocido como el hotel de los Olabarri (la expresión tiene una ascendencia de las casas francesas del siglo XIX...) y la decoración de las dependencias, el origen belga de las bajadas de agua y las vidrieras alemanas de importación expresan, a las claras, el aire sibarita del fabuloso edificio.

Cuenta la historia que fue sede del Instituto Británico en la década de los 50 del pasado siglo, cuando sobre el edificio se cernía la amenaza de convertirse en una simple comunidad de vecinos y que el Obispado de Bilbao valoró su compra antes de que la concretase la Junta de Obras del Puerto Autónomo de Bilbao en 1953. Ya en el siglo XXI nubarrones de incertidumbre han encapotado su futuro. Hoy los rayos de sol se filtran sobre su porvenir, iluminándolo.

La recalificación de sus usos permiten al palacio mantener su hermosa osamenta y dotarle de un mañana acorde a sus raíces: un hotel de altos vuelos que permita, a su vez, a los ciudadanos conocer en la intimidad uno de sus mágicos rincones. Hoy hotel, ya sin reminiscencias afrancesadas. Sería de agradecer ese destino pero antes ha de valorarse una singularidad: desde que la familia Olabarri dejase de vivir allí en la década de los 40, la casa dejó de tener señor, dicho sea en el lenguaje de la época, que ahora suena tan antiguo. No tuvo un propietario, alguien que se pasease, como el fantasma del inicio del comentario, con una batín de seda por las estancias. Estos lugares capaces de sobrevivir a las sombras de la modernidad cuando vivieron el esplendor de las luces de su tiempo se han ganado el derecho a un futuro sin ruidos ni estridencias, un porvenir que no espante el legado que arrastra. Tiene Bilbao mil y una fortalezas (ni que decir tiene que protegidas por el Gran Palacio de Titanio que es el Guggenheim...) que le colocan en los mapas digitales del siglo XXI, por lo que el contrapunto de mantener en pie ese mundo que se ideó a finales del siglo XIX se antoja un sutil guiño a lo que fue la villa.