ALGO hay tan inevitable como la puta muerte y es la vida. Ese es el pensamiento que nos llega desde la misteriosa Bolivia, una tierra que según dijo su libertador, Simón Bolívar, tiene entrañas de oro y plata, regada de sangre. Dos de los nuestros, dos jóvenes vizcainos, celebraban la vida en aquellas tierras. Iban a ver la salida del sol en el altiplano de los Andes, allá sobre el salar de Uyuni, un refulgente océano de sal que cegó su vida para siempre. Les aguardaba esa maravilla de reflejos en el horizonte y a la vuelta de la esquina les abordó ese asaltante de baja estofa, un accidente de tráfico que truncó su bella historia. También hoy la sal cubre Bizkaia en su camino. Lo que la muerte no sabe es que no, no nos robará su recuerdo.

Porque fue el amor el que les embarcó en la misma aventura, porque eran felices. Su alegría apuntaba al corazón de su público más íntimo y próximo, a sus familiares y amigos, y por accidente les dio en el estómago con ese telegrama aciago que trajeron los cuervos negros. Nunca mejor dicho: por accidente. Están destrozados. Y con ellos, muchos vizcainos de bien.

En algún rincón de nuestro pueblo alguien pensará, junto al poeta mexicano Carlos Fuentes, eso que se acostumbra a decir cada vez que la juventud sufre alguna baja en sus filas: qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos. Iban a mirar el sol, quizás porque aún no habían descubierto aquello que nos dijo el escritor francés François de La Rochefoucauld. Ni el sol, ni la muerte pueden mirarse fijamente. Tampoco desde aquí podemos mirarla: nos hace daño en los ojos del alma.

Sabemos que no saldremos vivos de la vida porque la muerte es un mal hereditario. Lo que duele, por encima de todas las cosas, no es la distancia -“morir tan lejos”, he oído en estas horas como un lamento...- sino el horario. Morir tan pronto, eso es lo que nos duele como un navajazo en el costado. Hoy, cuando comprobamos qué verdad llevaba Eduardo Galeano al decirnos que el mundo se divide, sobre todo, entre indignos e indignados, solo la muerte rompe esta división: todos pasaremos por esa aduana. Mikel e Irene no tenían sacado el pasaporte y miren. Injusta, maldita y cabrona.