LA labor de los fiscales, a menudo desconocida, es fundamental en la administración de justicia. La Constitución establece en su artículo 124 cuál es su misión: “Promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social”. Es decir, que defiende el interés de todos y nunca, en teoría, el de algunos. Casi nada.
La gran característica de la fiscalía, según fija también la Constitución, es que debe actuar siempre “conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica”, es decir, que los fiscales dependen de los criterios e instrucciones que les den sus superiores, con el único límite de su sujeción a los principios de legalidad e imparcialidad. En una institución tan jerarquizada, donde la cúspide -el fiscal general del Estado- y subsiguientes -los fiscales superiores autonómicos- son nombrados por el Gobierno, es difícil o imposible discernir dependencia de sumisión; unidad de acción, de obediencia obligatoria; libertad de actuación, de subordinación. En definitiva, y sobre todo en algunos casos de especial repercusión y que afectan directamente a altas instancias del Estado o a miembros del partido del Gobierno, como los de corrupción, la fiscalía se juega su independencia, que es lo mismo que decir su propio papel de velar por el interés público.
De ahí que las gravísimas acusaciones del hasta ahora fiscal de Murcia, que ha sido sustituido por orden del fiscal general del Estado, José Manuel Maza, tras su actuación en pro de que el presidente de la comunidad murciana -del PP, por supuesto- sea procesado por presunta corrupción, y la partidista destitución y nombramiento de fiscales más afines, vienen a confirmar las sospechas -por otra parte evidentes y fundadas desde hace tiempo- de que el Gobierno de Rajoy extiende su injerencia sobre la justicia para blindarse él y sus amigos de la prevaricación, malversación y demás delitos que acosan a los populares.
La purga abierta entre fiscales que no comulgan con ruedas de molino monclovitas no es ya una mera sospecha. Presiones, intimidaciones, destituciones y demás actuaciones para los que el Gobierno se está sirviendo del mazo implacable encarnado por un fiscal general que hace honor a su apellido permiten sacar las mismas conclusiones que el caído por la causa López Bernal: los perseguidos no son los corruptos, sino quienes luchan contra ellos. Ciudadanos y el PSOE silban disimuladamente hacia un lado mientras hablan con la boca pequeña hacia el otro. Continuará.