En 2016 hemos sabido que existen las ondas gravitacionales y que se han podido detectar. Ha sido una grandísima hazaña científico-tecnológica gracias a la cual se ha podido verificar una de las predicciones de la teoría de general de la relatividad, formulada por Einstein hace un siglo. Y sobre todo, ha abierto la vía a la observación del universo mediante esos “nuevos ojos” -las ondas-, ojos que nos enseñarán aspectos hasta ahora desconocidos de lo que hay “ahí afuera”. Ha habido otros grandes avances, por supuesto, aunque sólo añadiré aquí, por los miles de vidas humanas que salvará, el de la vacuna contra el ébola que ha demostrado una eficacia del 100%.
Y sin embargo, este curioso observador del mundo que acude ante sus lectores cada dos semanas deja el año con una sensación de pesar y cierto -o mucho- pesimismo. Porque las victorias de los partidarios de la salida del Reino Unido de la Unión Europea y del candidato Donald Trump en las elecciones norteamericanas han sido dos severas derrotas de la ciencia, al haberlo sido del pensamiento crítico, pilar fundamental de aquélla.
Aunque ha sido objeto de críticas y chanzas, la palabra “posverdad” -tomada del inglés postruth- puede ser usada de forma adecuada para calificar el sustantivo “época”. De esa forma, podemos referirnos a nuestro tiempo como “época posverdad”. Esa expresión no denomina un fenómeno ya conocido, sino que nombra algo nuevo, algo acerca de lo que había ciertas pistas, elementos fragmentarios, manifestaciones parciales o anticipos, pero que no había adquirido aún verdadera carta de naturaleza. Siempre ha habido mentiras, por supuesto, pero quizás no haya habido antes tantas en el discurso público y, sobre todo, quizás nunca como ahora la falsedad o veracidad de una proposición había tenido tan poca trascendencia. En eso radica, a mi juicio, la novedad: en la “época posverdad” las verdades no importan, en la “época posthechos” (como prefiero denominarla) los hechos fehacientes no importan. Importa, más que nunca, que las proposiciones, verdaderas o falsas, se acomoden a nuestros gustos, preferencias o intereses.
Esa disposición mental no surge de manera espontánea. No nace de la nada. Aparece, en gran parte al menos, como consecuencia de la influencia que a la larga ha acabado ejerciendo el pensamiento posmoderno. El posmodernismo cuestionó de forma radical la distinción entre lo verdadero y lo falso; atribuyó a la ciencia la condición de constructo social, despojándola así de cualquier pretensión de objetividad y superioridad epistemológica; negó, en sus manifestaciones más extremas, la misma existencia de una realidad. Pues bien, ese ha sido el caldo de cultivo intelectual en que se ha desarrollado el desprecio a las nociones contrastadas, las proposiciones verdaderas e, incluso, los hechos fehacientes. Lo que no era sino el delirio de una minoría intelectual enemiga de la razón y partidaria del “todo vale”, ha acabado por convertirse en una patología social de consecuencias potencialmente devastadoras. El pensamiento posmoderno ha socavado así las bases del pensamiento crítico y de la razón.
La comunidad científica norteamericana está preocupada porque el señor Trump ha manifestado su propósito de tomar decisiones ajenas a los hechos contrastados y porque creen que su política se opondrá al progreso del conocimiento. Y los científicos del Reino Unido creen que la salida de la Unión Europea debilitará de forma significativa a la ciencia británica. De confirmarse esos temores, el avance del conocimiento se vería frenado en dos de los países con mayor tradición y potencia científica del mundo. Dejarían así un mayor espacio al avance de la sinrazón. Habría comenzado a formarse de ese modo un círculo vicioso de imprevisibles consecuencias.