La felicidad no tiene precio
LA felicidad no tiene precio. Eso se deduce del estudio sociológico encargado por la Diputación Foral de Bizkaia habida cuenta que incluso un puñado de ciudadanos que las pasan canutas en la recta de llegada de fin de mes confiesan que en Bizkaia se vive bien. Como bien nos recordó el filósofo francés Jean Paul Sartre, la felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace y, vistas las respuestas de la encuesta, un buen número de habitantes de Bizkaia encuentran las herramientas necesarias para hacer lo que quiere. Otro cantar es con qué medios.
Quizás pueda entenderse esa paradoja porque la felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte (ocurren muy de cuando en vez y en ocasiones le descolocan al afortunado...), sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días. Así, uno vive bien del 1 al 25 de cada mes a golpe de esas “pequeñas cosas” y los últimos cinco o seis días los solventa como puede, con el gancho al cuello. Es todo un clásico de la calle: vivir al día.
Los más suspicaces huelen a chamusquina: ¿cómo se puede vivir bien justos de parné?, se preguntan quienes predican con mal ejemplo. Son aquellos que pregonan el dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Para ellos es una ley máxima, sin caer en la cuenta que no es sino un paso atrás. Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a fines del paleolítico. ¿De verdad que el cambio del cereal por el dólar o la manzana por el euro han sido un acierto...? Yo creo que no. Y la encuesta, por una vez y sin que sirva de precedente, viene a darme la razón. La buena vida no cuesta tanto, aunque hoy en día hagan falta auténticos especialistas para dar con la tecla de vivir bien con poco dinero.
Se le ha preguntado al pueblo como vive y éste lo ha dicho. Claro que el pueblo es muy genérico. Quizás su vecino del tercero izquierda sea un mangarrán de tomo y lomo que no de un palo al agua y sobreviva con cuatro gordas muy poco sudadas. Y tal vez dos pisos más abajo viva un hombre que se deja el pellejo y no halla un sueldo digno, lo que le obliga a deslomarse para sacar adelante a la familia. A este último los bomberos, el Guggenheim, las playas o la recogida de las basuras le importarán una higa. Pero si sus hijos visten con dignidad y comen a diario, se forman y no sufren, es posible que sea tan feliz como el de arriba. Aun a costa de dejarse el aliento.