DESPUÉS, y solo después, del teatral -por fingido, preparado y engañoso- paseo matinal del miércoles entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias por la Carrera de San Jerónimo hacia la nube de periodistas y cámaras que esperaban su llegada ante el Congreso de los Diputados, el líder de Podemos, en el momento oportuno de los flashes, le regaló al pretendiente socialista el libro Historia del baloncesto en España. Con una dedicatoria: “Es bueno empezar por lo que nos une”. Obviando el tozudo hecho de que, empezar, se empezó hace ya mucho tiempo (tres meses han pasado desde las elecciones), el obsequio fue un guiño intrascendente pero significativo.

Es sabido que Sánchez jugó a baloncesto en categorías inferiores del Estudiantes e Iglesias presume de que le gusta el basket. El salto entre dos se lo llevó el de Podemos pero, en el deporte de la canasta, rara vez los partidos terminan como empiezan. Y es que es un juego “de altura”.

A Albert Rivera, en cambio, no parece entusiasmarle el baloncesto. Él, que fue dos veces campeón de Catalunya de natación estilo braza, prefiere el waterpolo, deporte que también practicó de más joven. Basket y polo acuático son deportes incompatibles, cuyo único nexo es que ambos se juegan con un balón muy distinto.

Rivera sabe de juego submarino: pataditas, agarrones del bañador. Aguadillas. Y ha querido aguar y ahogar desde el principio las esperanzas de un aparentemente imposible acuerdo entre PSOE y Podemos. Prefiere, y lo ha dicho bien clarito, nuevas elecciones a que la formación morada llegue al Gobierno. Para no estar familiarizado con el basket, practica bien el bloqueo. Este partido -sea a lo que sea a lo que estén jugando cada uno- ya lo hemos visto. Llevamos tres meses largos -en el sentido literal y en el figurado del adjetivo- viéndolo, día tras día, con repetición de las jugadas más aburridas. Una y otra vez.

Rivera insiste en incluir al PP en su acuerdo con el PSOE y conformar la gran coalición, que sería algo así como la selección de watercesto. En todo caso, sabe nadar y guardar la ropa.

En el basket, los finales de los partidos son o bien los minutos de la basura por la superioridad de uno de los equipos o bien apasionantes momentos en los que se mezclan la estrategia -imprescindible y fundamental-, el liderazgo, la habilidad, la técnica, la experiencia y las escasas fuerzas que quedan tras la dura batalla. Y la suerte.

Los últimos segundos de estos encuentros son interminables pero vibrantes y el marcador puede -y suele- dar vuelcos espectaculares. Los tiempos muertos abundan, y también los cambios de jugadores, muchos de ellos excluidos ya por acumulación de faltas.

Todavía queda partido en la negociación para el Gobierno y nadie quiere la prórroga. No se vislumbra el acuerdo, pero el reloj (tic-tac, tic-tac) presiona y todo es posible. Incluso un triple desde campo propio sobre la bocina. Al tiempo.