AQUEL viejo compatriota llamado Gabriel Celaya lo tenía claro. A solas soy alguien. En la calle nadie, dijo. Las calles, ese viejo territorio de conquistas -en ella se ganan votos y se buscan muchos la vida; en ella se abren paso los amores furtivos, de portal en portal, y sobre sus aceras se mercadea-, gastan a menudo nombres viejos que levantan polvareda. ¿Quién hizo qué para merecer que su nombre se grabe en una placa?, se pregunta ahora la memoria histórica como se han preguntado miles antes. ¿Qué ha de medirse antes: las acciones políticas o los méritos civiles; el peso de la Historia o aquel que se hizo grande entre sus vecinos...? No es fácil ese bautismo, créanme. Más allá de los desbarros y las prebendas ful del franquismo no es fácil llevar con rigor y justicia el libro de familia del callejero de una ciudad. Nada sencillo.
Para empezar, faltan en el registro nombres de mujer. Quizás porque la historia la escriben, como se acusa, los vencedores y no las vencedoras. Quizás porque las viejas sociedades no dejaban aire a la mujer. El error histórico es garrafal y en ello entran ahora en el Ayuntamiento de Bilbao. Van a sacar la escoba para barrer los desmanes de los viejos tiempos, van a poner señales con nombres de mujer.
No me creerán pero en Sevilla, sin ir más lejos, uno puede vivir en la calle Naranjito de Triana esquina a Avenida Kansas City. Así cualquiera. Así, invocándole al cachondeo se evitan muchas discusiones. O quitándole apellido al nombre de la calle. Sin ir más lejos, me cuentan que en la colonia Selene primera sección, al suroriente de México Distrito Federal, se encuentra la calle Mar de crisis, entre las calles Océano de las tempestades y Mar de las lluvias. Se diría que han contratado poetas para la nomenclatura. Poetas. Es curioso. Unos kilómetros más allá, en la peligrosa Tijuana, hay una calle que se llama Salsipuedes. Ahí no era un poeta, era un escritor de novela negra quien tituló esa zona de paso. Tal vez sea ese el secreto: quitarles nombre y apellidos a las avenidas.
Uno muy a gusto viviría en la calle Cristo de la Repolla, allá en Cifuentes (Guadalajara), en la calle Abrazamozas de Zamora o en la calle Catahuevos de Ureña (Valladolid). Y ¿por qué no?, alojarse en la Calle La Ciega (de siempre) -se escribe así, lo juro: vi la placa...- de Oviedo; pasear por la calle Bientocadas, de Salamanca, o darse un homenaje Plaza de la Gamba Alegre de Torremolinos?
El problema está ahí: en esa eterna y fea costumbre de nombrar a las calles en memoria de alguien. Fea digo porque, salvo en contadas excepciones, siempre habrá un vecino que ponga un pero a cualquier nombre propio. Con decirles que en Algarinejo (Granada) cambiaron de nombre de la calle Mahatma Gandhi porque era “difícil de escribir” está dicho todo.