superado el shock inicial pero aturdidos todavía emocionalmente ante un gesto de barbarie fundamentalista tan salvaje como estéril, la sociedad europea trata de aferrarse a ese poderoso imán que es la rutina, la normalidad, vivir el día a día, lleno ya de por sí de problemas y retos. La profundidad y alcance de los cambios que nos toca vivir, la inseguridad laboral y física, apreciable en otros ámbitos de nuestra poliédrica y compleja vida en sociedad, la inquietud y zozobra sentida ante cambios tan catárticos como repentinos e inesperados es una muestra más de nuestra fragilidad como individuos y como sociedad.

Nos mantiene en pie la esperanza, nos sostiene el ánimo, las ganas de salir adelante por encima de tragedias y reveses que la vida muestra con su aleatoria carga de gravedad. Nos impulsa a continuar el día a día la inercia humana hacia un futuro mejor, aunque el presente sea cada vez más impredecible y cualquier intento de prospección futura sea una quimera ante la imposibilidad de prever acontecimientos tan inciertos como dramáticos.

Los estados son demasiado pequeños para problemas tan graves y grandes. Solo activando el mecanismo de solidaridad, de empatía social hacia el débil y el que sufre, solo eliminando maniqueísmos simplistas y simplificaciones dañinas será posible restablecer un cierto equilibrio y consenso social alejando de estigmatizaciones y de búsqueda de chivos expiatorios. Necesitamos actuar una Europa fuerte y solidaria, que no olvide la lección del desastre que supuso la ocupación -no fue una “liberación” sino una invasión- de Irak: el día en que sacrifiquemos en el altar de la seguridad derechos fundamentales estaremos dando la primera victoria a los terroristas.

Los valores democráticos, los principios, derechos y libertades fundamentales garantizados por la Convención europea de Derechos del hombre no autorizan ninguna derogación del derecho a la vida y la prohibición de tratos inhumanos o degradantes. Y en este contexto social, duro, impactante, catártico, cabe preguntarse, mientras observamos cómo cambia todo en un segundo dramático, si es posible sostener planteamientos basados y construidos en el aire de la épica de la política convertida en el camino hacia ninguna parte de los partidos proindependentistas catalanes. ¿La solución a los problemas de Catalunya han de venir por secundar a la CUP con su proyecto de salida de Europa, acabar con el “neoliberal” proyecto europeo y arrojarse así en los brazos del antisistema?

En tiempos de inquietud, de incertidumbre, de riesgos globales, de ausencia de respuesta ante retos desconocidos la política no puede convertir la gobernanza de la vida pública en un parque de atracciones, en una montaña rusa. Lo que la mayoría ciudadana silente -silenciosa, sí, pero mayoría, no se olvide- reclama de los gestores políticos es que no generen más problemas de los que intentan resolver, que traten de civilizar colectivamente ese incierto futuro, que aporten dosis de certidumbre y seguridad a sus decisiones, que consoliden los consensos básicos necesarios para convivir, que se aferren a la realidad para que su sentido político logre mejorar los niveles de bienestar y de tranquilidad social.

La política, sea vasca o de otro territorio, demanda hoy más que nunca templanza, ausencia de estridencia, sentido de la responsabilidad y profesionalidad, la antítesis de esta política catalana que se deja llevar por el inmaduro narcisismo de un poder en apariencia constituyente, la irresistible tentación de querer pasar a la historia como protagonistas de un proceso de discontinuidad y de ruptura que apela a la sociedad catalana sin tener en cuenta la opinión de la mayoría social contraria a estos fuegos de artificio.

La barbarie de París, reflejo de los tiempos que nos tocan vivir, debiera abrir los ojos a todos para buscar puntos de encuentro, no de disputa, aportar a la sociedad dosis de confianza y no de zozobra y enfrentamiento, trabajar por la cohesión social y no por la ruptura, cooperar, construir puentes, no diques.