W. Faulkner dejó escrito que el pasado no pasa nunca, ni siquiera es pasado, es solo una dimensión del presente. Diferir el compromiso, el reto de la convivencia a otra generación supondría declinar nuestra responsabilidad como ciudadanos, un mandato ético que nos interpela a todos. Y no podemos ni debemos dejar en manos exclusivamente de la política esta exigencia de convivencia en paz.

Tratar de comprender, de entender el mal, la causa del daño generado, sea por la violencia terrorista de ETA, sea por el infame terrorismo de Estado, sea por abusos policiales o por torturas no supone justificarlo sino tratar de evitar que se reproduzca, lograr que la paz en ausencia de violencia sea irreversible.

La base ética de mínimos, la premisa para alcanzar este objetivo pasa por reconocer, sin ambages, que amenazar, chantajear, amedrentar y por supuesto atentar contra la vida o la integridad física de cualquier persona es, ha sido y será, sencillamente, inadmisible, insoportable e injustificable. Reivindicar la tolerancia frente a dogmatismos y fanatismos es la mejor manera de civilizar el futuro, asumiendo que los dramas vividos como sociedad no suceden en abstracto, le ocurren, le sobrevienen siempre a alguien, a personas como nosotros.

Autocriticarse. Mirarse de verdad, sinceramente, sin postureos, hacia uno mismo. Reconocer el error, aprender del error, valorar el error como un mecanismo de aprendizaje íntimo. No podemos pedir a los demás lo que no estamos haciendo nosotros mismos. Siempre es mucho más fácil encontrar una excusa, esgrimir un argumento para no afrontar mi error que reconocerlo. Pero quien de verdad da ese paso, sin esperar nada a cambio, sin exigir que otros lo den, queda reconfortado, seguro, y logrará que su ejemplo cuestione la apatía, la cobardía, la siempre cómoda actitud que implica apostar por diferir sine die, sin plazo, una toma de decisión.

Una verdadera autocrítica, siempre unilateral, no pretende formular reproche a quien no la haga. Ese valor moral, el coraje de reconocer que nos hemos equivocado es un motor que pone en marcha la empatía, la solidaridad, nos hace mejores personas. Siempre es más fácil decir que “todavía no toca”, que “otros también lo hicieron mal”, que “otros no hacen esa autocrítica”.

Por encima de tacticismos, del temor a enfrentarte a tu pasado, el que de verdad incorpora autocrítica en su vida ejerce un poder sobre su pasado, mejora su relación con la realidad, vive equilibrado con su propia conciencia, huye de prepotencias, de absolutismos. ¿Rectificar es un fracaso o un éxito vital?

Sin autocrítica no hay reconciliación, y sin esta no podremos lograr un futuro compartido, porque siempre pensaré que mi mal, mi error, mi incorrecto actuar tenía una causa, una razón que lo justificara. La llave la tenemos cada persona: la asunción de responsabilidad es signo de valentía, de compromiso por la paz.

¿Podíamos haber mucho más cada uno de nosotros para que toda la violencia que nos sacudió hubiera acabado antes? ¿Era miedo, desazón, temor, impotencia, empatía con el terror, absentismo gregario bajo la excusa de que de mi no dependía nada de eso? Estamos a tiempo de reconciliarnos con nosotros mismos, con dosis de humildad, modestia y generosidad podemos acercarnos a la verdad multilateral del sufrimiento vivido. ¿Era posible callarnos ante el dolor causado a una persona por otro ser humano?

Merece la pena sembrar la semilla del bien, que de energía negativa ya vamos sobrados. Invertir tiempo y dedicación a la cultura de paz, una rebelión cívica que nos hará mejores personas, seguro. Y nos sentará bien, como individuos y como sociedad.

Tenemos un importantísimo reto, del que depende en buena medida el futuro de nuevas generaciones en Euskadi: podernos mirar a la cara sin odio ni rencor, ser capaces, con mayor o menor empatía personal, de hacer realidad el sueño de una convivencia social y personal normalizada.

En nuestro contexto, marcado por el fin definitivo de la violencia, queda todavía mucho por hacer en el plano del reconocimiento de las víctimas, de la elaboración pública de la memoria y de la reconstrucción de la convivencia. De entrada, la sociedad vasca debe un especial reconocimiento a las víctimas, lo que constituye una condición necesaria para la convivencia futura en Euskadi. Las víctimas son una referencia fundamental en una sociedad justa, no por la ideología que profesaron en el pasado sino por la injusticia que sufrieron y que merece ser reconocida y reparada en lo posible. La sociedad vasca ha avanzado en tal reconocimiento y tendrá que seguir haciéndolo para conseguir una memoria pública universal basada en la justicia y la verdad.