HACE 200 años, el día 5 de abril de 1815, en Sumbawa, una isla al este de Java, el Tambora abandonó el estado de latencia en que había permanecido durante siglos y entró en erupción. El 6 de abril la ceniza volcánica caía sobre el este de Java y las detonaciones se oían a muy largas distancias. A las 7.00 de la tarde del día 10 se intensificaron las erupciones y toda la montaña se convirtió en una masa ardiente; la localidad de Tambora quedó arrasada. Las explosiones siguieron hasta la noche del día 11 y las cenizas alcanzaron la parte occidental de la Isla de Java. La actividad del volcán disminuyó a lo largo de la siguiente semana, aunque hasta mediados de julio no cesaron las detonaciones y hasta finales de agosto, las emisiones de humo.

La erupción alcanzó el nivel 7 en la escala de índice de explosividad volcánica (cuyo máximo es 8). Liberó una cantidad de energía equivalente a 800 megatones -cuatro veces mayor que la del volcán Krakatoa, de 1883- y expulsó unos 150.000 millones de toneladas de materiales sólidos ricos en azufre. Antes de la explosión, el Tambora tenía aproximadamente 4.300 metros de altura; quedó reducido a 2.850 metros.

10.000 personas perdieron la vida de forma directa, aunque las muertes por hambre y enfermedades elevan la cifra total a 70.000, como mínimo. Ninguna otra erupción volcánica ha ocasionado una mayor pérdida de vidas humanas. Además, los materiales vertidos a la atmósfera llegaron a la estratosfera y afectaron prácticamente a todo el planeta, ocasionando una atenuación importante de la radiación solar incidente sobre la superficie de la Tierra, con graves consecuencias meteorológicas durante los meses siguientes. La temperatura global se redujo en 0,5 grados centígrados y 1816 ha pasado a la historia como el año sin verano. Los cielos adquirieron extrañas tonalidades en lugares tan alejados de Indonesia como Europa Occidental: púrpuras y rosáceos en el cénit, y horizontes rojos y anaranjados al atardecer. El descenso de la temperatura y la menor radiación solar provocaron la pérdida de numerosas cosechas, por lo que 1816 fue un año de severas hambrunas, epidemias e insurrecciones.

En los pasados 5.000 años sólo tres erupciones han alcanzado un índice de explosividad volcánica de 7: la Minoana, del volcán Thera (en la isla de Santorini, Mar Egeo), hace algo más de 3.600 años; la Hatepe, del Taupo (en Nueva Zelanda), en el año 186, y la citada del monte Tambora. Se tiene conocimiento de muy pocas erupciones que hayan alcanzado el nivel máximo de la escala, el 8, y la última, la Oruanui, también del Taupo, ocurrió hace más de 26.000 años. No es posible anticipar con la suficiente antelación cuándo se va a producir una catástrofe similar, pero erupciones como la del Tambora se repetirán.

Viviendo como vivimos en una era y en una parte del mundo absolutamente tecnificadas, creemos estar protegidos frente a los desastres naturales. Pero si nos fijamos en lo que ocurrió en 2010 con la erupción del Eyjafjallajökull, nos daremos cuenta de que en realidad somos muy vulnerables: 100.000 vuelos suspendidos, cambio de planes de viaje de diez millones de personas y pérdidas para las compañías aéreas por un valor de 1.300 millones de euros. Porque es precisamente la alta dependencia de la tecnología la que nos expone a situaciones de gran vulnerabilidad. Si ese fue el impacto de un volcán inofensivo en un remoto enclave del Atlántico Norte, cuál no será, en nuestros días, el de una erupción como la del Tambora.