LA visión patrimonialista del nacionalismo español vuelve a brotar al mínimo contacto con cualquier cuestión identitaria. Ahora la excusa ha vuelto a ser el fútbol, a costa de la designación de la final de Copa.

Resulta ya una obviedad subrayar que el fútbol es mucho más que un deporte. Los sociólogos lo califican como un “hecho social total”. Y es también el deporte político por antonomasia. Se sitúa en el vértice de cuestiones troncales de nuestro posmoderno tiempo social, al aglutinar elementos identitarios y de condición social, entre otros. Arrastra pasiones, despierta reacciones, muchas irracionales, y genera un tipo de adhesión identitaria abierta en torno a los colores de un equipo. Gestionar un club equivale a profesionalizar un sentimiento, a ordenar mucho más que una empresa.

Un año más la polémica ha vuelto a rodear la designación de la sede de la final de la Copa, a la que felizmente ha llegado el Athletic frente al Barça; dos equipos díscolos, de poca “españolidad”, al parecer, para dirigentes deportivos metidos a políticos, como Florentino Pérez o como Javier Tebas, el ínclito presidente de la LFP, colocándose éste último a la altura de la siempre provocadora Esperanza Aguirre, ahora -nunca se ha ido- flamante candidata a la Alcaldía de Madrid, cuyos argumentos suscribe igualmente la secretaria general del PP, Dolores de Cospedal.

Ambas encabezan el listado de muchos dirigentes políticos españoles para los que todo lo que no sea defender una única y gran España es un anatema, y han abogado por suspender la final de la Copa entre el Barcelona y el Athletic si las aficiones de ambos equipos pitan al rey y al himno de España. El argumento de Esperanza Aguirre no tiene desperdicio, al señalar que “el rey y el himno, como la bandera, nos representan a todos y por lo tanto si se silban no es una cuestión leve sino muy grave (..) Se suspende el partido y se juega a puerta cerrada. Y creo que es lo que hay que hacer”.

En su retórica patriótica la otra perla argumental es que la Copa simboliza el “campeonato de España”, y los “dos equipos que se presentan al campeonato de España no deberían de manifestar, con los silbidos al himno y al rey, lo que es el odio al resto de los españoles, y quien menosprecia al conjunto de ciudadanos que forman la nación española, tiene poco sentido que se presenten a una competición que, quien la gana, tiene el reconocimiento que le dan los demás ciudadanos, un premio que tiene el nombre del rey”.

¿Silbar dos símbolos de la unidad española supone incentivar el odio? ¿Silbar es negar la unidad española? ¿Silbar es libertad de expresión o un delito? Yo prefiero respetar para que me respeten, prefiero mostrar mi indiferencia, mi absoluto desapego y mi total desafección ante una bandera y un himno, los españoles, que no elegí y que no siento como míos. Pero si la opción de una mayoría en plena pasión futbolera es silbar, ¿altera esta manifestación de disconformidad el orden constitucional establecido como para impedir la celebración del partido, una gran fiesta deportiva? En realidad, esta sucesión de desaforadas reacciones desde Madrid remarcan su identidad españolista.

¿Cómo responder? Creo que no hay que contestar con más frentismo, porque el sentimiento identitario vasco es plural y a la vez mucho menos excluyente que el prepotente, chulesco y fagocitador nacionalismo español. No necesitamos energía negativa ni enemigos para exponer nuestros razonamientos, no debemos acomplejarnos ni marcar nuestros objetivos mediante el mecanismo de acción/reacción. El reto es preguntar por qué, frente a ejemplos emblemáticos como el británico -donde conviven sin problema alguno las selecciones nacionales de Gales, Escocia e Inglaterra, y se les permite participar en competiciones oficiales internacionales-, se alza la cicatería del Gobierno español ante la negación de tal derecho a nuestra selección vasca; o por qué no se admite que, bajo la libertad individual de cada jugador de adscribirse a la selección estatal o a la de su nación -o región-, se plasme en lo deportivo la dimensión descentralizada del poder político.

El verdadero debate que subyace tras estas imposiciones identitarias de la españolidad es que se reafirman frente a un nacionalismo vasco que juzgan excluyente, retrógrado, desfasado, inmovilista, y lo hacen imponiendo su orientación estatalista y centralista, y con el apoyo ventajista de todo el aparato normativo-legal español, negando el recíproco respeto a quienes no compartimos ni su discurso ni sus formas.