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Una caótica selva legal

ya en el siglo XVII el filósofo francés Étienne Bonnot afirmó que en tiempos de corrupción es cuando más leyes se elaboran. Y fue Tolstoi quien señaló que es más fácil hacer leyes que gobernar.

Vivimos atrapados en una enorme maraña de normas legales, una hipertrofia legal difícilmente soportable y que muchas veces no resuelve los problemas, sino que genera más complejidad y más ineficiencia del sistema. Cabe hacer una estimación del volumen de producción normativa que supone cada año, con cerca de 50 leyes estatales, más de 1.600 decretos y en torno a 2.500 órdenes ministeriales, además de las más de 1.100 normas europeas. Y a todo ello deberíamos añadir las leyes autonómicas, las normas forales y las ordenanzas municipales.

Es ya célebre la frase del Conde de Romanones, “ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento”, queriendo significar que la letra pequeña, la del desarrollo normativo de previsiones legales, es la que de verdad permite imponer tu criterio a la sociedad. Algo de eso sabe (y lo experimenta con fruición) el Gobierno del PP, apegado a una tendencia desaforada hacia la normatividad que nos hace añorar más que nunca el viejo mandato de nuestros fueros: “Las leyes, pocas, breves y buenas”.

Vivimos instalados en una especie de ficción política que confunde gobernar con legislar y que además considera que la responsabilidad de legislar termina cuando la ley ya está publicada en el BOE. Parece que solo interesa esa clase de discurso que mide la cantidad de cosas hechas por el número de leyes elaboradas. A nadie parece importarle cómo va creciendo el nivel de fraude a la sociedad, se sigue legislando sin la correspondiente asignación de medios o socavando la capacidad de la administración para hacer bien su papel, mientras se hace creer a los ciudadanos que todo está bajo control y que cada vez tenemos un Estado más moderno, cuando la realidad es que su eficacia va minándose día a día de manera silente pero perceptible.

Las normas y las leyes deberían ser las justas y las necesarias, ni una más. Y cuantas menos mejor. Estamos rodeados de leyes. Hay leyes para todo, normas que rigen los aspectos más nimios de nuestra existencia. Los antropólogos afirman que las primeras leyes fueron obra de los jueces: al aplicar la misma solución a casos parecidos creaban una costumbre que se iba imponiendo con fuerza de obligar (en el mundo anglosajón una buena parte de sus leyes siguen siendo de creación jurisprudencial: el juez hace la ley).

Así fueron nuestras costumbres forales, nacidas del pueblo, y transformadas luego en leyes breves y potentes, fácilmente retenibles en la memoria de los pueblos, y que trataron de reflejar y dibujar el espíritu de una comunidad, leyes que sí transformaron profundamente la sociedad.

La situación actual es tan absolutamente caótica y confusa que un profesional del Derecho solo conoce una ínfima proporción de la legislación vigente en cada momento. Desde hace tiempo se habla del legislador motorizado (por su velocidad para dictar leyes) o del legislador desbocado. Cada vez que hay un problema el político presenta la inefable ley salvadora, que normalmente no soluciona nada. Todo este proceso ha conducido a que hoy la ley sea simplemente el vestido jurídico que se da a una decisión política para otorgarle una determinada fuerza de obligar. Esta sobredimensión legislativa está provocando una descomunal confusión social.

El legislador ha perdido la consciencia de la esencialidad de la herramienta que maneja, un instrumento que hoy se encuentra banalizado y devaluado debido, entre otras razones, a que las leyes se suelen aprobar cuando el político percibe que su impulso puede recibir el aplauso público y reportarle el ansiado voto. Las leyes se suelen plantear como reacción precipitada ante acontecimientos y no con una sosegada visión a largo plazo. Basta comprobar como ejemplo las sucesivas reformas del Código Penal.

Cada ley debería ser fruto de una profunda reflexión sobre qué queremos hacer de nuestra sociedad. Cabría rescatar ahora las incumplidas palabras de Rajoy en su discurso de investidura, donde prometió dictar pocas leyes: “Las leyes tienen que servir para generar oportunidades, no para crear obstáculos. Necesitamos menos y mejores leyes, procedimientos administrativos más simples, con menos trámites y con plazos más ágiles”. Desafortunadamente vamos en la dirección contraria, y la confianza en el propio sistema queda así minorada sin remisión.