AL nuevo secretario general de los socialistas, Pedro Sánchez, le ha dado un ataque de ansiedad televisiva, lo que le induce a imaginar que la ocupación de las pantallas potencia el fervor social y mejora la respuesta electoral. La invención de este síndrome se atribuye a Pablo Iglesias, de quien se dice que forjó en pocos meses la marca Podemos gracias a su hiperpresencia en la tele. Considerada así, la televisión es ya un producto milagro para la clase dirigente. Esta rupestre teoría explica la intervención -en off- del jefe del PSOE en Sálvame, espacio simbólico de la telebasura y expresión de la bajeza moral del modelo audiovisual privado en España. “Hay que estar donde están los ciudadanos”, se ha justificado Sánchez, como si descender a las fétidas cloacas de la maledicencia le homologase como líder cercano y creíble ante esos casi dos millones de espectadores que meriendan inmundicia cada tarde.

¡Qué mal tienen que estar las cosas para los socialistas cuando se ven obligados a buscar remedios salvadores de su debacle en el corro del chismorreo! ¡Qué monumental despiste estratégico! La deriva frívola de Sánchez significa que la izquierda legitima la telebasura y avala un subproducto que ofende la dignidad pública. ¿Ha calculado el PSOE el daño causado a sus fieles votantes y el bochorno de su sufrida militancia? Quizás su bisoño líder no ha entendido que el espectáculo salvaje del Toro de la Vega es a las fiestas populares lo que Sálvame es a la televisión: su peor relato, su estricta degradación. En el gozo de Jorge Javier Vázquez y los jefes de Telecinco por la irrupción de Sánchez en el patio de la maledicencia se retrató la validación socialista del populismo como una opción decente.

Ese mismo día Sánchez se fue al Hormiguero, en Antena 3, a participar en el ruidoso jolgorio creado para el brillo farandulero. Quizás le veamos pronto llamando de madrugada al vidente Sandro Rey o entrando con Mercedes Milá en la casa del Gran Hermano. Los que creen que todo vale, en realidad no creen ni valen nada.