Síguenos en redes sociales:

Antes rosa que rota

todavía no se les ha ido el susto del cuerpo a los dos grandes partidos españoles después de que le vieran las orejas al lobo tras las elecciones europeas. Para ser más preciso, diré que ha sido mayor el pánico en el PSOE porque, de lo malo malo, el PP resultó ganador aunque fuera un triunfo vergonzante. En cualquier caso, ambos leyeron el mensaje: cuidado, que el bipartidismo está en peligro. Claro que coincidieron en hacer una lectura a modo del alcalde de Móstoles llamando a la guerra de la independencia: la patria está en peligro. A decir verdad, el PP, como representante de la derecha española, no parece haber sufrido más convulsiones que esa minúscula fuga de Vox y bastantes votantes más del desengaño tardío, que se fueron a la abstención. Rubalcaba, derrotado sin paliativos, prefirió quitarse de en medio no sin antes contribuir al cierre de filas patriótico dejando atada y bien atada la monarquía y su aforamiento. PP y PSOE, unidos en la cruzada contra el separatismo rampante de catalanes y vascos, contra el desafío soberanista contra el que viene previniendo desde siempre la opinión publicada española.

Los socialistas, los más perdedores, salieron del trance con un congreso extraordinario controlado por el aparato del que saldrían nuevas caras para que nada cambiase. Insuficientes para ocultar a las viejas glorias aún agazapadas en la extensa ejecutiva salida del congreso. Viejas caras y viejos mensajes de cambio intentando desmarcarse del compañero de viaje, de esa derechona con la que comparte algo más que mayoría institucional. Nadie, ni en el PSOE ni en el PP, ha abierto la boca para denunciar la funesta equiparación que hizo el flamante secretario general, Pedro Sánchez, en su discurso inaugural poniendo en el mismo rango abominable al independentismo con la violencia machista (un delito) o el paro y la pobreza (una injusticia).

Sánchez dedicó su primera visita a Rajoy. Que se sepa, no se presentó como alternativa, ni le hizo llegar ningún proyecto de reconducción de los atropellos sociales que padece la sociedad española, ni le pidió moderar su intransigencia sobre el modelo de Estado ni sobre las libertades civiles. Fue una visita casi de subordinación para afrontar conjuntamente los desafíos soberanistas. Nada de reforma de la Constitución para implantar ese tímido modelo federal ahora exhibido sin ninguna concreción de tiempo.

De ese compadreo PP-PSOE contra el enemigo común no se ha deducido ninguna precisión sobre las medidas económicas y sociales a adoptar con urgencia. Y más vale, porque visto lo visto ni siquiera se diferencian. En la nueva etapa electoral que se avecina, volverá a hablarse de la Gran Coalición y el cierre de filas contra cualquier intento de reivindicación periférica. Para ese bipartidismo que nos amenaza no habrá por parte del PSOE ningún problema en rebajar el listón y diluir el rojo en rosa, teniendo en cuenta que el PP no tiene nada que perder quedándose donde está.

José Calvo Sotelo, diputado ultraconservador cuyo asesinato fue pretexto para el golpe militar de 1936, pronunció aquel provocador “España, antes roja que rota”. Arenga, por cierto, que aprobarían hoy sin dudarlo los dirigentes de los bipartidistas. Solo que ya no sería roja, ni mucho menos, sino a lo más rosa, y a lo menos fucsia.

En ello están, a la espera de lo que ocurra en Cataluña. Ni PP ni PSOE dudan de que esa consulta se va a prohibir, y no han asegurado que no se echará mano de los tanques, de la Brunete o de la Guardia Civil. Uno, que lleva mucho tiempo siendo espectador de la política, cree poco en las casualidades. Y casualidad, mucha casualidad, ha sido que el molt honorable president Jordi Pujol haya confesado urbi et orbe su condición de chorizo, defraudador y corrupto. Pujol, fundador de CiU, político de raza, astuto y hábil, ha clavado una lanza envenenada al proyecto de soberanía que él mismo lideró. Lo ha hecho en el momento menos oportuno y de la manera más zafia. Seré mal pensado, pero ha sido todo tan torpe, tan incongruente, que no puedo dejar de sospechar en la larga mano de las cloacas del Estado. De esa consigna soterrada, nunca reconocida, que prefiere antes una España no solamente roja, ni siquiera rosa, sino una España corrupta antes que rota.