Amodo de preámbulo de una jornada apasionante, el derbi vasco transcurrió plácidamente. Sin tensión alguna, el fútbol adquiere otra dimensión, por mucho derbi que sea, y menos en el momento en el que llegó, con el león desbravado y ahíto de carne después del atracón que se dio en Vallecas. La Real también visitaba el nuevo San Mamés sin apreturas clasificatorias, aunque Arrasate y los suyos se habían propuesto como objetivo la quinta plaza para evitar la ingrata obligación de tener que disputar una eliminatoria previa en la Europa League, y sobre todo el íntimo (esas cosas no se dicen públicamente) deseo de aguar la fiesta a los rojiblancos, más que nada porque los txuri-urdin eso de ganar al Athletic, y más en La Catedral, les pone una barbaridad y llena de felicidad a su hinchada: si, bueno, jugaréis la Champions, pero en los últimos cuatro derbis fuisteis incapaces de vencernos, y ahí queda eso...
Temiendo la consiguiente relajación, también Ernesto Valverde se puso en plan solemne las vísperas: Ahora la meta es alcanzar los 74 puntos y permanecer en la memoria de la gente enganchados a un número mágico. Pero ni por esas pudo poner un punto más de ebullición y dinamismo a sus muchachos, lo cual sirvió para que la Real se llevara un empate justo, que no deja contento a nadie, pero que tampoco disgusta, porque al fin y al cabo la parroquia pasó un buen rato de fútbol y felicitó largamente a los jugadores por el enorme éxito conseguido, y de eso se trataba.
Pero el partido dejó dos huellas apreciables. Por un lado Toquero, que deja de ser lehendakari en cuando cambia de registro. Es decir, cuando el mozo alavés salta al campo mediada la segunda parte altera como nadie al personal, que jalea su nombre como ejemplo de jugador modesto que supo encontrar su lugar en la élite exprimiendo su corazón por la causa, lo cual provoca la lógica simpatía. Pero cuando tiene la misión de ejercer de delantero centro titular el encantamiento se hace añicos, como en el cuento de la Cenicienta. Salen a relucir sus muchas carencias y su escaso olfato de gol.
En cambio Iker Muniain estuvo especialmente dinámico y de inmediato enmendó un error considerable sacándose de la chistera un gol magnífico de ejecución. Acabó el encuentro encarándose con el árbitro, lo cual le costó la cartulina amarilla. Estaba sobreexcitado, y fue el único, porque el partido no pintaba para trifulca alguna, sino todo lo contrario.
A mí ese grado de alteración me dio que pensar. ¿Será signo de compromiso?, que vive los colores como nadie y le fastidiaba un montón no ganar el derbi a la Real. ¿O a lo peor es que era su último partido en San Mamés y por eso quería dejar impronta? Es decir, que no piensa renovar, decisión que (para bien o para mal) anunciará, según dijo, en cuanto acabe la temporada y después de mucha reflexión.
Igual uno ve fantasmas donde no los hay, pero también existen razones de sobra como para estar con la mosca detrás de la oreja y sí, estoy pensando en Llorente. Por eso reconforta tanto la meridiana claridad, el entusiasmo, con el que Ernesto Valverde reiteró que tenía un contrato con el Athletic y que está dispuesto a cumplirlo, obviando al Barça y la reputación y dineros (y tensión) que dan semejante empleo. Por eso reconfortaría tanto tener al mozo navarro por muchos años. Es que es muy bueno, el tío.
El Athletic se despidió de San Mamés en el presente curso, pero no ha dicho adiós a la temporada. Le queda un partido en Almería y habrá que ver con qué ánimo afronta un compromiso pesado y ante un rival que se juega la vida. Osasuna, por ejemplo, le implora un último esfuerzo por la cuenta que le trae. El equipo pamplonés tiene demasiadas papeletas para descender aunque derrote al Betis el próximo domingo. Será un día de exaltación futbolística. Tragedias y una final en toda regla entre el Barça, que ayer fue incapaz de vencer al Elche y tiene a Messi abúlico; y el Atlético de Madrid, preso de un grado de ansiedad insoportable ante la inminencia de la gloria. Mientras tanto el Real Madrid estuvo de siesta en Vigo... pero qué poca vergüenza.