EL recurrente tópico en torno a que el fútbol es mucho más que un deporte es cierto. Los sociólogos lo califican como un "hecho social total". Y es también el deporte político por antonomasia. Aglutina elementos identitarios, arrastra pasiones, despierta lealtades perpetuas y genera un tipo de adhesión inquebrantable en torno a los colores de un equipo. Gestionar un club de fútbol equivale a profesionalizar un sentimiento, a ordenar mucho más que una empresa.
La exitosa campaña del Eibar merece un análisis que supere los parámetros estrictamente deportivos. Brillantemente gestionado, representa lo mejor de unos valores, unas pautas de conducta individuales y colectiva que socialmente vemos hoy tristemente abandonados en muchos ámbitos de nuestra sociedad y que deja en el camino a muchos proyectos culturales, empresariales o sociales, como si fueran pecios hundidos en medio de la tormenta de esta dura crisis. El Eibar logra su fortaleza de algo muy alejado de la suerte o de la casualidad: es un equipo solidario, unido en torno a un proyecto, disciplinado, serio, profesional, que no deja nada a la improvisación, constante, humilde, trabajador, donde todos aportan y son importantes, sin divos ni egos desmedidos, con los pies en el suelo, ilusionados con su reto, ávidos de deseo de mejora y de aprendizaje, sin autocomplacencia, sin dejar que el éxito frene su laboriosidad.
Son todos, desde el sólido y racional presidente, Alex Aranzabal, hasta los encargados de la intendencia, miembros de un familia. El grupo humano deportivo es la clave del éxito, coordinado por Fran Garagarza, un secretario técnico equilibrado y racional, y con un joven y excelente entrenador como Gaizka Garitano, motivador, exigente desde la corresponsabilidad y el compromiso compartido, revestido de la auctoritas de un líder que conquista por sus hechos, no por su palabras. Y una afición, una masa social orgullosa de su equipo y de lo que representa, que se identifica con el proyecto del club, que vive como propios los éxitos y anima en las derrotas.
Nuestro Eibar, equipo que tuve la fortuna de conocer como jugador integrante de su plantilla a finales de los años 80, muestra valores de integridad, humildad, respeto al contrario, colaboración y cooperación como clave de su éxito institucional y deportivo. Y en un contexto social y político donde los "valores" al alza son lo contrario, todo un elenco de malas praxis que se llevan por delante proyectos culturales por luchas de egos desaforados o disputas políticas marcadas por trincheras ideológicas donde lo último que prima es el interés ciudadano, o ceses que revelan rupturas de convivencia, o empresas que cierran por falta de diálogo social, tristes ejemplos de egoísmos tan egocéntricos como absurdos que solo generan energía negativa, y destruyen en vez de avanzar hacia un futuro mejor.
Decía Alfonso Barasoain, nuestro magnífico entrenador en mi época futbolera eibartarra, que profesional no es aquel que se hace millonario con su actividad -pensaba él en los astronómicos sueldos de futbolistas-, sino quién vive con ilusión, intensidad, motivación y ganas de mejora cada uno de sus días de trabajo. Nos inculcó ese espíritu a un grupo de amateurs que jugaba contra jugadores consagrados y dedicados en exclusiva al fútbol. Y nuestra baza era ese valor de humildad, de superación, de sano orgullo por el trabajo bien hecho. ¿No es cierto que falta ese sentimiento en muchas de las actividades sociales, laborales, políticas en nuestra sociedad vasca actual?
Un equipo humano. Un equipo con el norte claro. Un grupo sólido y solidario. Mucho más que una suma de buenas individualidades. Humilde. Grande desde su humildad. Así se construyen proyectos exitosos. Ojalá su modelo y su ejemplo cunda en otros ámbitos de nuestra declinante y desnortada sociedad. Gora Eibar!