hombre de poca fe, tengo que reconocer que me dispuse a ver el Athletic-Barça hace una semana resignado, es decir, que de antemano daba por segura la victoria azulgrana y por consiguiente la primera derrota del equipo rojiblanco en el nuevo San Mamés. Ni tan mal, pensé antes de ver. Al fin y al cabo se trata del mejor equipo del mundo, y no cualquier chiquilicuatre, lo cual no sería un desdoro para los anales de la historia. Tan metido estaba en la cosa que para contrarrestar la efeméride registré mentalmente otra, aquel 12-1 que el Athletic endosó al Barça en los tiempos de maricastaña, el 8 de febrero de 1931, que todavía figura marcado en fuego como la mayor goleada en la historia de la Liga.

Pero ocurrió todo lo contrario, y el Athletic se apuntó una victoria bizarra y con fuste; y la hinchada salió más contenta que unas pascuas, y los cronistas, yo el primero, nos calamos la boina y cabalgamos a lomos de la euforia: objetivo, la Liga de Campeones, no hay otra después de asistir a tamaño derroche futbolístico (físico, mentalidad, estrategia y tino) obviando por ejemplo que el mismo Athletic que deslumbró frente a las huestes blaugranas había hecho el más espantoso de los ridículos en el Vicente Calderón o en Granada.

Pero aun siendo capaz de lo mejor y de lo peor, ahí va, cuarto en la Liga, y cogiéndole el ajuste y tono que requiere Ernesto Valverde para la competición, pese a los bandazos.

Y en estas llegó la Copa, absurdamente desparramada a lo largo del puente festivo. El Santo Grial de la afición rojiblanca.

Analizando el panorama no merece la pena ilusionarse para nada. ¿Usted cree que hay algo que rascar conociendo con antelación el perfil de los previsibles rivales? Porque si el Athletic elimina al Celta, en octavos aguarda lo más seguro el Betis. Bueno...; pero es que luego, en cuartos, tendríamos enfrente al Valencia o el Atlético de Madrid; y en semifinales a ¿los colchoneros? ¿al Real Madrid? Y en la final, otra vez a la insaciable bestia barcelonista.

Así que vuelvo a tomar las de Santo Tomás, y con más razón ahora, después del subidón que me procuró el descreimiento previo al Athletic-Barça y el desencanto dejado por los leones en Balaídos, donde Valverde abordó el encuentro sin reservar a nadie, salvo el cambio en la portería, mientras su colega Luis Enrique lo hizo en plan corderillo, como despreciando el torneo y dejando en la grada a cuatro de sus jugadores básicos. La hinchada rojiblanca, que en buen número viajó hasta Vigo para jalear a los suyos, regresó con esa carita que se le queda a uno cuando pasa lo contrario de lo que espera, es decir, el triunfo o al menos un resultado positivo.

Y sin embargo vuelve a dibujarse en lontananza el alucinante fenómeno que procura este Athletic desconcertante: la probabilidad de otra remontada en San Mamés, que sería la séptima del presente curso, racha que se inició precisamente ante el Celta con la inauguración del nuevo estadio.

Un hormigueo recorre otra vez el cuerpo serrano del hincha ante la perspectiva de otro subidón; eventualidad la mar de tramposa, pues del mismo modo entraña el peligro de lo contrario, que nos quedemos compuestos y sin Copa, lo cual significa volver a las mismas, es decir, para qué diablos desperdiciar las fuerzas en un torneo donde parece misión imposible alcanzar la final y la gloria. Pero, ¿quién iba a pensar que el Athletic fuera capaz de ganar al Barça y además de aquella manera...? ¿Entonces?

Qué cosas tiene el fútbol, que tanto desasosiego levanta. La derrota de Balaídos se carga sobre Carlos Gurpegi, protagonista del error que propició el gol del jovencísimo Santi Mina, pero en cambio se ensalza la labor de San José, su compañero en la zaga, pasando por alto que el defensa pamplonés cometió otra enorme pifia al fallar un gol cantado contra la portería celtiña. Pero, al parecer, como se trata de un defensa, eso no cuenta en la tabla de medir el meritoriaje asignado en el transcurso del partido.

¡Ay! si el Athletic tuviera un goleador solvente (¿chutará Sola? ¿Aduriz recuperará su mejor versión?).

Pero anchas son las espaldas de Gurpegi, un jugador de casta, que supo soportar con aguante y entereza las consecuencias de aquel supuesto dopaje y dos gravísimas lesiones de rodilla. A sus 33 años ahí sigue, rindiendo e irradiando compromiso, hasta el punto de convertirse prácticamente en el único futbolista sobre el cual Valverde no tiene ni la más mínima duda.