El miedo es la más grande discapacidad que se conoce. Ya el historiador romano Tito Livio estaba convencido de que el miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son y aún hoy, varios siglos después, consideran al temor como su compañero más fiel, dado que jamás le ha engañado para irse con otro. Desde Lantegi Batuak luchan, supongo, contra dos cautelas: el vértigo que puede sentir una persona con discapacidad a la hora de afrontar un puesto de trabajo, con sus inherentes responsabilidades, y la prevención de aquellos que contratan a alguien diferente, sobre si este será capaz o no. Quien vive temeroso, nunca será libre, dijo el clásico. Y eso es precisamente lo que sobra en esta historia: grilletes y cadenas.
¿No es un superhéroe aquel que rompe barreras y más barreras...? Hoy, con permiso de la Marvel y sus secuaces, es hora de reconocerle a la gente con discapacidad el mérito que atesoran. Vuelan sin capa, sacan fuerzas de flaqueza y son capaces de abrirse paso en un campo sembrado de minas y empalizadas. Son inasequibles al desaliento.
Ojo, no quiere decirse con esto que todos merezcan las mal altas calificaciones por su condición. Hay gente que se derrumba -¡cómo no!- y otros, de ellos hablo, que son capaces de subir un Everest con tal de poder decir aquello de "yo lo logré". De entre todas ellas, permítanme, yo tengo una debilidad: Temple Grandin. A los seis meses, su madre empezó a notar que rechazaba los abrazos y a los tres años, los médicos dijeron que tenía daño cerebral. A los 16 años fue a pasar unos días a la granja de ganado de su tío en Arizona. Allí se fijó en una máquina que se usaba para tranquilizar al ganado cuando venía el veterinario a explorarlos: dos placas metálicas que comprimían a las reses por los lados. Entonces pensó en hacer un artilugio semejante para ella: una máquina de dar abrazos. Lo que le proporcionaría el estímulo táctil que tanto necesitaba. Hoy Temle es una zoóloga, etóloga, y reputada profesora de la Universidad estatal de Colorado. Es autista. ¿Y qué?