En esa incierta hora en que el día apaga su bujías y todo oscurece los problemas se ven con más claridad pese a la falta de luz. Si es dura la supervivencia bajo la luz del sol, ni qué decir tiene las dificultades que conllevaba subsistir entre las sombras de la luna. Han bastado un día de apertura del albergue de Mazarredo en esta nueva temporada invernal -hay que verla: ha bajado con la piel lobo puesta a modo de cubretodo. Es decir, que hace un frío que pela y llueve a mares...- , para detectar la necesidad: hacen falta más camas de socorro.

Se trata de algo más que un dormitorio. El albergue reconforta a los peregrinos de la calle, les aplaca sus males de soledad, les alivia los huesos, que no están hechos para el duro el asfalto, les ofrece un confort mental. No es solo acostar a los pobres, sino contarles un cuento para dormir, no digo tanto como con final feliz pero sí con una moraleja de esperanza. Me explico.

Los cuatro educadores que se mueven entre las camas que estarán prestas los 365 días del año se encargan de informar a los sin techo de las posibilidades que tienen para huir de esa situación desesperada. Vamos, que se practica el noble ejercicio de albergar una esperanza, la más frágil y delicada de las cualidades humanas. Ya lo dijo el poeta, albergar en el corazón una tristeza es el peor de los errores.

Por supuesto que nadie escoge una situación tan extrema por libre voluntad, por mucho que algunas voces parcheen su conciencia creyendo que es cierta esa vieja leyenda urbana que dice que esa gente quiere vivir así. Es probable que hayan rechazado algunas de las soluciones ofrecidas, a veces porque les ofende, otra porque les avergüenza y en alguna otra ocasión porque algún cable se peló en el camino. Eso no es actuar en libertad sino ser incapaz de romper algunas cadenas invisibles. Y con ello nos aliviamos. No quieren. Ja.