Bilbao se ha convertido estos días en el escaparate involuntario del horror de la violencia contra mujeres. Yo no voy a entrar en el detalle morboso y trágico de los actos del ya confeso asesino, según los medios de comunicación, de la calle Máximo Aguirre. Simplemente me gustaría añadir unas reflexiones sobre la violencia estructural que padecemos las mujeres, seamos de donde seamos y tengamos trabajos honorables o no.
Empecemos por el concepto de violencia de género. Tal como la define el artículo 50 de la Ley Vasca 4/2005 de Igualdad es "cualquier acto violento por razón del sexo que resulte, o pueda resultar, en daño físico, sexual o psicológico o en el sufrimiento de la mujer, incluyendo las amenazas de realizar tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad que se produzcan en la vida pública o privada". Lo que nos debe hacer pensar que, si se legisló en pro de la igualdad haciendo referencia directamente a la violencia machista, es porque esta es el exponente dramático de la desigualdad que padecemos las mujeres, es la cara más terrible de un sistema que no nos considera iguales en dignidad y ciudadanía.
La ley vasca de igualdad de mujeres y hombres, compromiso electoral de la coalición PNV-EA y del Gobierno del lehendakari Ibarretxe, fue pionera en el Estado. Marcó un antes y un después, al considerar que la igualdad era prioridad para los poderes públicos vascos. No se planteó solamente en defensa de los derechos humanos de la mitad de la ciudadanía (mujeres), sino también porque se entendía que era fundamental para el desarrollo económico, social y democrático de la sociedad vasca.
Hay mucha confusión en esto de la igualdad. Pensar que porque haya una norma ya hay igualdad es cometer un error de calado. La persistencia de la violencia sexista nos demuestra que no y nos confirma la necesidad de perseverar en los objetivos de igualdad de mujeres y hombres.
La violencia en sus múltiples variantes no sucede porque sí. Es una manera secular de mantenernos ataditas de pies y manos para que no se nos ocurra poner en cuestión el sistema que genera que a los hombres y a las mujeres se nos adjudiquen roles distintos por razón de sexo. Ellos más importantes (hagan lo que hagan, sean listos o no) y nosotras sin ningún reconocimiento, aunque demostremos nuestras capacidades ocupándonos del cuidado de los nuestros, trabajando fuera y dentro de casa e incluso ocupando puestos de alta responsabilidad.
Yo no quiero dedicar ni un segundo al asesino confeso, ni siquiera para proclamar nuestra entendible rabia. Solamente deseo que se haga justicia y pague con el máximo posible por lo que ha hecho; pues, sinceramente, no creo en la rehabilitación de un tipo tan extrañamente megalómano, aficionado a las armas e inventor mentiroso de una historia falsa y negra escondida en mensajes de paz y meditación. Supo elegir bien a las víctimas, mujeres inmigrantes, desprotegidas, con una complicada situación personal y profesional, y sufriendo una inseguridad patente desde el momento en que podían estar desaparecidas sin que fueran reclamadas por familiares y amistades. ¿Cómo es posible que puedan pasar 12 días sin que una persona sea echada de menos por otras?
Estos crímenes nos conducen directamente a la constatación de la existencia de enormes bolsas de pobreza y marginación, de viajes ilegales y nada turísticos, de pisos patera, de dependencia de mafias que se aprovechan de las mujeres. Eso también es violencia contra las mujeres.
Sólo pretendo que cuando se nos llene la boca de frases como tolerancia cero contra la violencia sexista lo hagamos sin permisividad frente a la vulneración de todos y cada uno de los derechos de todas las mujeres, y con compromiso con los valores éticos y democráticos inherentes a una sociedad desarrollada. La consideración de iguales que reclamo para las mujeres es imposible sin mucha práctica democrática de empoderamiento y reconocimiento de las aportaciones políticas, económicas y sociales hechas por las mujeres, hoy y a lo largo de toda la historia de la humanidad.