Según se acercaba la fecha, crecía la nostalgia entre el personal, y también el debate sobre la conveniencia de cambiar de estadio con lo lustroso que sigue pintando el actual San Mamés, tan entrañable, con ese arco que le da un toque de solemnidad, y los sonidos, ¡ay que bien suena la pelota!

Sin embargo por lo bajines, en conciliábulos, soterradamente, se alimenta la controversia: ¿cómo diantres se pueden gastar 175 millones de dinero público en un nuevo estadio si el actual todavía está en condiciones; con esta crisis salvaje, los recortes, la necesidad perentoria...?

Es que es el Athletic.

¡Ah! El Athletic.

Por eso a la gente de otros mundos (la gente marciana, ajena al fenómeno, el sentimiento, la tradición, el pan nuestro de cada día) no había más remedio que ponerle un ejemplo contundente: imagínate aquellos tiempos de la edad media. Venían los curas, y las mesnadas del marqués al servicio de los curas, exigiendo el impuesto a la plebe después de una pavorosa sequía: es para la nueva catedral. Y lo cazaban al vuelo.

¡Ah, la nueva catedral! Amén Jesús.

Según se acercaba la fecha, crecía la nostalgia y al personal le invadía la melancolía. ¿Y el arco? ¿No podemos salvar el arco por lo menos?

Y se llegó el día, el último día, y la gente marchó en suntuosa procesión hacia La Catedral, cirio en mano, la lagrimilla colgando, ñoña perdida, y va y comienza el partido, y salen los jugadores, esos muchachos que se habían conjurado para darle solemnidad a una tarde de solemnidad, y alguno avisó: porque además aún podemos clasificarnos para Europa; y comienza el partido, qué partido, válgame el cielo.

Lo mejor del partido fue el fin del partido, y todo lo que ocurrió después del partido. La hinchada se puso muy digna, y San Mamés se convirtió en un inmenso coro ¡¡¡Athletic...!!!, gritó cargada de emoción. Lo dijo Bielsa, lo dice casi todo el mundo: al moderno San Mamés se traslada el espíritu de siempre, con su muchedumbre altanera, tan orgullosa de su equipo que no se merece este equipo. Y ellos, los jugadores, allá, sobre el césped, ajenos al ceremonial. Enfrente, el Levante. Pasando de todo. Pero el Levante, sin quererlo, va y gana el partido, cuando por mínimo decoro, pensando en la posteridad, en el epitafio tenía que poner: el Athletic puso colofón a cien años de historia ofreciendo a sus seguidores un encuentro vibrante, de arrojo y goles, porque fueron muy conscientes de la transcendencia que tenía el acontecimiento.

Bielsa afirmó después: "De ninguna manera la despedida de San Mamés ha presionado al equipo". ¿Entonces? Podía haber dejado su proverbial sinceridad para otro momento, decir una mentirijilla piadosa: los chicos estaban impactados por la responsabilidad, tal y como sucedió en las finales del pasado año, ahí es nada, pues timoratos perdidos como estábamos nos lo hubiéramos creído a pies juntillas.

Para los anales quedará: el último gol en partido oficial de San Mamés lo marcó Juanlu, modesto futbolista de un modesto equipo. Y el último gol anotado por un jugador rojiblanco lo transformó... Fernando Llorente.

Iker Muniain, el más joven en conseguir un gol con los colores rojiblancos, también quedará marcado para la posteridad, expulsado por descerebrado e incontinente.

Muniain se convirtió en el paradigma de una temporada lamentable, durante la cual hemos asistido con asombro a un monumental ejercicio de autodestrucción.

Pero acabó el acto. La hinchada deglutió el partido de un bocado, enseguida se quitó el bulto de encima por los canales de abajo, y tras un asombroso ejercicio de abstracción despidió a la vieja Catedral con el ánimo renovado. Mientras estallaba en el aire la enorme ovación desfilaron los chavales, la cantera, la esencia de un club eterno que se lanza al futuro imaginándolo espléndido, en un estadio cómodo y estupendo, por los siglos de los siglos.