a los que odiamos la nostalgia, esa enfermedad del alma que transforma los errores y horrores del pasado en recuerdos ingenuos, nos hace sangrar cuanto representó Alfredo Landa durante décadas, un estereotipo insultante. Que fuera un formidable actor no le exculpa de haber aceptado ser en el cine el símbolo del español cateto, sumiso a la dictadura, beato, vago y sexualmente reprimido, con el que se identificó gran parte de la sociedad de entonces y con cuya proyección la dictadura distraía sus crímenes. Los efectos de aquella devastadora españolización idiotizante, de la que Landa fue cómplice, todavía son visibles, especialmente en televisión. Alfredo no se arrepintió jamás de su ignominia cinematográfica y se limitó a esperar que las cosas evolucionasen y le llegara la oportunidad de reivindicarse en historias dramáticas. Y vaya si la aprovechó, hasta el punto de que hoy es más admirado por un solo papel, el de Paco en Los santos inocentes, que por hacer de bobo superlativo en mil películas.
En la tele Landa no se encontraba a gusto. Antena 3 se obstinó en actualizar su estereotipo con tres series en la década de los noventa. Casi lo consiguió en Lleno, por favor, donde encarnaba a un facha, dueño de una estación de servicio y padre carca. En las otras dos, ¡Por fin solos! y En plena forma, el público le dio la espalda: no tuvieron ciencia ni audiencia. Unos años antes había triunfado con Tristeza de Amor, un retrato del mundo de la radio, sus ambiciones, traiciones y personajes autodestruidos por el alcohol y la soledad. Donde el actor navarro alcanzó la gloria absoluta fue en El Quijote que Manuel Gutiérrez Aragón realizó para TVE y en el que interpretó un Sancho sublime. Pasarán siglos antes de que alguien pueda rozar el nivel de grandeza de aquel Panza inolvidable.
El recuerdo tiene que ser entero para que no se pervierta en engaño. Landa tuvo dos caras contradictorias, como todos los seres humanos. Y su acierto estuvo en elegir la secuencia correcta: primero hizo de tonto y finalmente fue grandioso.