el Athletic femenino tampoco se libró de esa especie de maldición bíblica que aqueja y aflige al deporte vizcaino, pues en menos de un año ha sufrido la desazón de la derrota en las cinco finales con alcance social y deportivo que ha disputado. A saber: las dos que padecieron los chicos de Marcelo Bielsa en la Copa y Europa League en la anterior temporada; la que le birlaron los rusos del Lokomotiv Kuban al Uxue Bilbao Basquet en Charleroi el mes pasado; especialmente lamentable fue la que se le escapó de las manos, y nunca mejor dicho, a Pablo Berasaluze en el parejas, fulminado por una rotura del tendón de Aquiles cuando el partido crecía en emoción e intensidad; y el revés de las chicas frente al Barça, que aunque no era una final propiamente dicha disponía de igual carga emocional y trascendencia, no en vano se jugaban el título en la última jornada del campeonato liguero, y encima en San Mamés, y con la presencia de 26.000 aficionados.
Contrastada la pertinaz disposición a pifiarla, la primera ocurrencia que a uno le viene encima es que a la hora de la verdad se derrumban. Les puede la responsabilidad. No hay mentalidad de campeón. Y sin embargo sucede todo lo contrario. Es decir, que para llegar a una final fetén estos deportistas han tenido que pelear con mucho coraje, virtud y acierto en un montón de finales previas al gran día, el que da la gloria absoluta o deja al hincha irremediablemente desconsolado. O sea, que lo que en realidad le ha sucedido al deporte vizcaino tiene tanto mérito que bordea la hazaña.
No hace falta rememorar las dos finales a las que llegó el Athletic, porque el rastro de felicidad que dejó a su paso por sendas competiciones, sobre todo la europea, donde atrajo la atención del orbe futbolístico, fue fantástico, aunque confrontado a la prueba definitiva el chasco también fue descomunal (aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid conviene enviar un penúltimo recuerdo a los insignes Fernando Amorebieta, Javi Martínez y Fernando Llorente, entonces las estrellas y referentes máximos del equipo, los líderes, y los primeros que palidecieron de susto y se borraron del evento).
Otro tanto se puede decir del Uxue Bilbao Basquet, que partía como favorito, pero no tuvo opción alguna ante el Lokomotiv Kuban y perdió de ley. A Pablo Berasaluze, en cambio, fue la mala suerte quien se cebó con él de manera salvaje.
Si todos estos pasajes esconden una crueldad evidente, porque en pocos sitios se puede encontrar una capacidad tan alta de movilización de aficionados como aquí y porque además alcanzar una final suele ser un hecho excepcional, en el caso de las chicas ha sido especialmente cruel. Por un lado, se apostó por trasladar el partido a San Mamés para que el viejo estadio pudiera pasar a la historia entonando un último alirón, con el riesgo que entrañaba la apuesta. La presión simbólica y ambiental de 26.000 corazones expectantes y entregados pueden dar alas, pero también intimidan y sobrecargan de responsabilidad. Y luego está el cómo sucedió, pues el Barça no fue superior, como así lo reconoció Xavi Llorens, el entrenador de las futbolistas azulgranas, impactado además por el festivo clima ambiental que el gentío, un público inhabitual cargado de juventud, impregnó en la Catedral.
El acontecimiento deja sin embargo otra vertiente no menos importante y simbólica: cuando se alzó San Mamés cien años atrás la mujer era un elemento absolutamente residual en el mundo del deporte. Ahora, en cambio, las chicas se enseñorean por el estadio como reinonas que son, juegan muy bien al fútbol, luchan por los títulos y también levantan pasiones.
Mientras los muchachos de Bielsa caminan lánguidamente por el tramo final de la temporada y todavía miran de reojo la zona del descenso, son las mozas quienes han tomado la bandera rojiblanca para airearla con orgullo por el vetusto recinto.
Aunque se queden a un palmo de la victoria absoluta, ha valido la pena, y mucho, la experiencia.
¡Una comunidad tan pequeña y alardeando de cinco finales en el lapso de tiempo de un año! Ahí queda eso. Jose Mourinho, por ejemplo, se jactó el pasado sábado de haber clasificado al Real Madrid para tres semifinales europeas en tres años consecutivos y se quedó tan pancho, y eso que él es nada menos que the special one, no tiene abuela el muy ladrón y el club de marras le había entregado un presupuesto para ganarlo absolutamente todo.
Mourinho deja el Madrid, y bien que vamos a sentir la ausencia de este descomunal payaso mediático. Se marcha con galanura, mofándose de todos los iconos del madridismo y haciendo todo lo posible para quedar como un ser odioso a los ojos de esa caterva de seguidores que le idolatró. Pero qué arte tiene el hombre.