No puedo vivir sin ella" suena a romántica declaración de amor; pero también es la confesión de una sumisa dependencia. Miles de seres humanos están enganchados a la tele, esa arrebatadora amante a la que entregan su mirada y atención durante más de cuatro horas cada día. En marzo pasado los ciudadanos vascos dedicamos a la televisión 249 minutos por jornada, algo menos que los españoles. En efecto, no podemos vivir sin ella. Nadie ha calculado cuántos teleadictos hay entre nosotros; pero estamos ante un problema muy grave que vacía la existencia de sus víctimas. Un consumo televisivo superior a dos horas diarias es letal para la integridad física y emocional, por empacho de virtualidad. Los espectadores piensan que la tele es la realidad, pero solo es su imperfecto sucedáneo.
No son los únicos telefanáticos. Hay una minoría que padece en otro sentido esta patología: son los que no pueden vivir sin formar parte de la tele por insaciable apetito de popularidad. Basta poseer una personalidad exhibicionista, un carácter vanidoso y cierto descaro para ser candidato a la teleadicción. Trágico ejemplo de ello es Belén Esteban, una ignorante chica de barrio que, seducida y preñada por un torero, quedó atrapada en la espiral mediática: a la necesidad de un morboso modelo de televisión y la rápida fortuna que le ofrecía, respondió Belén entregando su vida entera al destructivo espectáculo del impudor y la maledicencia. El impacto de la fama la superó y a esta adicción sumó el irreprimible consumo de drogas. Hoy es una mujer autodestruida con la siniestra complicidad de Telecinco.
Tampoco Revilla, el expresidente cántabro, puede vivir sin ella cuando reconoce que goza hasta el delirio con las palmaditas de la gente. ¿Pueden vivir sin ella Alfonso Rojo, Paco Marhuenda, Montse Suárez, Isabel Durán o Hermann Tertsch? Como ninguno de estos y otros perpetuos tertulianos necesitan la menguada paga de la tele, su hiperpresencia es síntoma de una teleadicción asimilada. Traspasado cierto umbral ya no hay remedio: la tele mata.