COMO los pantalones de pata de elefante o la botas con flecos, las alarmas alimentarias van por modas. Cuando pensabas que eran cosa del pasado, vuelven y, además, con fuerza inusitada. Ahora estamos en una de esas trombas recurrentes. No pasa un día sin que nos cuenten que tal o cual firma han tenido que retirar del mercado unas hamburguesas, unos tortellini o una tarta de chocolate porque se ha descubierto que contenían algo que no debía estar ahí, desde carne de caballo a, con perdón, mierda. Y lo peor es que no suele tratarse de preparados exóticos de cuya existencia no teníamos conocimiento, sino de productos que más de una vez nos hemos llevado a la boca. Imposible reprimir una mueca de asco retrospectivo al enterarnos y preguntarnos con prevención qué otras porquerías estaremos masticando.
Yo estoy empezando a claudicar y a pensar que (casi) es mejor no saberlo. De hecho, creo que hace tiempo la mayoría optamos por esta suerte de ignorancia voluntaria respecto al condumio. Aplicamos el "ojos que no ven", o lo que es lo mismo, el "ojos que no quieren ver", y preferimos borrar de nuestra mente que algún día nos explicaron cómo se hace el delicioso paté o a qué martirios someten a las pobres Caponatas que nos surten del socorrido par de huevos para el almuerzo. Aventurarse a la lectura de las listas de ingredientes en letra pulga de los envases es reunir boletos para pasar un mal rato. Lo más leve que te puede ocurrir es comprobar -soy testigo- que las guindillas vascas de una marca que lleva un par de Tx en su nombre proceden de China.
¿Y qué tal recurrir a proveedores de confianza que solo trabajan con materia prima conocida? Es, desde luego, una opción. Pero aparte de que no es oro todo lo que reluce -¡la de mermeladas artesanas que son industriales!-, nos encontramos con el pequeño problema del precio. Ese supuesto poquito más es un potosí para buena parte de los bolsillos.