Un viejo y muy querido portero del River Plate, legendario por su quehacer estrambótico y por su carácter (salió de River hace veinte años tras una dura disputa con Pasarella y volvió agasajado como un héroe, hasta el punto que su regreso fue celebrado con una gran fiesta y los directivos lo nombraron hombre de la casa...) Ángel Comizzo, dejó para el recuerdo, más allá de paradas inverosímiles, una frase que define la soledad, la singularidad del portero. "Todo el mundo sueña con marcar el gol perfecto, yo siempre he soñado con pararlo", dijo el guardameta, ofreciendo así al hincha furibundo el icono del portero como aguafiestas. En realidad, la historia ha suavizado esa sentencia seca como el sarmiento. Quienes la escucharon de viva voz aseguran que lo dicho fue, tal cual, "el sueño de cualquier pibe es cobrar el gol de la victoria en la última chance, el mío siempre fue jodérselo".
Quizás porque tienen el poder en sus manos o porque el más grande que haya habido -y la nómina es innumerable...- arrastra tras de sí el lastre de algún error histórica, de una cantada tan asombrosa como la más ágil de sus intervenciones, el portero es un hombre singular en el fútbol. Lo recordaba el escritor Vladimir Nabokov -sí, el de Lolita- en su biografía, donde repasa sus días como cancerbero. "No acabé un ultimo partido, en 1936, porque recobré el conocimiento en el cobertizo desvanecido por un puntapié, pero todavía apretando la pelota que un compañero de equipo trataba de sacarme de entre mis brazos". He ahí la estampa.
Más cerca, mucho más cerca, pudo escuchársele a Luis Arconada decir que la clave radica en tener siempre una referencia. Un portero al que imitar, al que admirar, un espejo en el que mirarse. ¿Lo tiene Gorka Iraizoz, sobre el que recaen, desde su llegada, cientos -que digo cientos, miles...- de miradas recelosas? Es de suponer que sí. Y uno sospecha que puede ser José Ángel Iribar, la otra araña negra; el hombre que hizo del término cojonudo el más grande de los elogios, las manos que enmudecieron a Hampden Park, en Glasgow, tras una estirada a la escuadra, atenazando un balón y cayendo con él entre las manos, aquel por cuya sanación de unas fiebres se rezaron plegarias en medio Bilbao. Entre él, Carmelo Cedrún y Raimundo Pérez Lezama escribieron, de forma ininterrumpida, casi medio siglo de la portería de San Mamés. Tres porteros para cubrir 46 años.
Dicho esto habrá voces que hablen de sacrilegio por solo mencionar el nombre de Iraizoz junto al de estos monstruos de la portería. Nada más lejos de mi intención que compararles. Pero hay que advertir que mirarse en ese espejo es hacerlo en un laberinto de espejos deformantes porque no hay en la historia un caso semejante en un club: tanto tiempo con tan pocos porteros y de tanta talla. He ahí la rémora que lastra a todo el que ocupa la portería de San Mamés: se sube a un sagrado montículo y es mirado, casi, con exigencia científica.
El debate de la portería del Athletic -ese argumento está ya tan usado como los billetes de cinco euros...- es, desde entonces, inmortal. Iraizoz no es, está claro, un portero para la leyenda. Es uno más en el oficio, no uno más en los altares. Un portero con altibajos, irregular a veces, pero que se ha hecho un nombre entre su estirpe. Hablan de manos blandas, de fallos de colocación, de que juega demasiado adelantado y se cantan poco sus virtudes... La misma cantinela de todos los años. Acostumbrados a jugar con dioses (no olvidar al viejo Zubi...), vernos ahora rodeados de mortales nos sabe a poco.