LA televisión es un teatro de 42 pulgadas con un zoom tan potente que permite descubrir detalles reveladores, como las cejas parlantes de Sobera, las pertinaces arrugas de Milá, los inmensos ojos claros de la bruja Anne Germain, los dientes mellados de Jordi González, la languidez de Ana Blanco o el exhibicionismo del parche ocular de Jotajota Esparza. Y lo que es más sugestivo, desnuda el lenguaje corporal de sus habitantes hasta exponer casi todas sus verdades y mentiras. Al consejero de Interior y vicelehendakari in pectore, Rodolfo Ares, la tele acaba de arruinarle la carrera política por su contradictoria y deshonrosa gestión del caso Iñigo Cabacas, joven muerto por el impacto de una pelota de goma lanzada por la Er-tzaintza tras un partido internacional del Athletic el pasado Jueves Santo, jueves negro.

Cobardía, inseguridad, retórica y afectación son los elementos de la función teatral de Ares con los que ha intentado escapar del papel de malvado. Su cobardía ha sido patente al comparecer siempre acompañado, nunca solo, por el viceconsejero Buen y el director de la policía autónoma, Varela, convenientemente uniformado. El terror a la soledad es el más claro síntoma del proceder cobarde. Su inseguridad fue clamorosa desde el silencio inicial hasta la previsible decisión de limitar el uso de las bolas matadoras, pasando por la fase de negación del hecho causante de la tragedia. Ares se ha asociado a la retórica vaticana para no decir nada con la solemnidad de su compromiso de asumir "toda la responsabilidad política". ¿Pero existe otra forma de cumplirla que no sea la dimisión? ¿Una vida rota es poco motivo?

Y mientras Ares escenificaba su afectación con afligida cara de circunstancias y mohines de falso inocente, los informativos de ETB le echaban una mano con la minoración del suceso y un favorable encauzamiento sectario, dejando a la levedad de Ni más, ni menos la demagógica justicia del desahogo emocional. El actor busca desesperadamente un chivo expiatorio o, peor aún, el indigno perdón del olvido.