LA indignación e impotencia permanentes, siempre y cuando no seamos capaces de reaccionar con sentido común, solidaridad y racionalidad a los retos del presente para evitar un futuro hipotecado por la pobreza. Es decir, en primer lugar tenemos que visualizar el panorama actual con realismo: las medidas de austeridad adoptadas (recorte del gasto público, límite de déficit, aumento de la fiscalidad, reforma financiera o regulación laboral) no tienen capacidad alguna para el crecimiento económico y el estímulo al consumo que son los dos únicos factores para crear empleo y sacar de la desesperanza a los parados.

Todo lo contrario. Esas medidas, por mucho que se vendan a la sociedad como necesarias para evitar mayores males, sólo reducen los recursos públicos y el poder adquisitivo de los ciudadanos, al tiempo que favorecen la hegemonía neoliberal (beneficio a toda costa) en detrimento de una economía social justa y equitativa, sustanciada en un crecimiento sostenible. Así lo afirma Edgar Morin en su último libro, 'El camino de la esperanza', escrito junto a Stéphane Hessel (autor de '!Indignaos¡'). Un libro recomendable en el que dice que "estamos en una crisis que no es sólo económica, demográfica, ecológica, moral. Es una crisis de civilización, una crisis de la humanidad".

Bien es cierto que Morin y Hessel no son los primeros en hacer este tipo de afirmaciones. Otros les han precedido. Seguimos, no obstante, sumergidos en un proceloso mar de dudas y temores, cuyas mareas no son consecuencia natural de la fuerza gravitacional o ciclos económicos, sino producto de la acción depredadora del llamado mercado financiero que utiliza mensajes mediáticos para aterrorizar a la sociedad con el riesgo de grandes desastres, hasta el punto que aceptamos sin asomo alguno de resistencia los dictados de unas reformas que recortan nuestros derechos sociales y democráticos, así como el estado de bienestar.

Nadie pone en duda la necesidad de aplicar una política de austeridad en el gasto, bien sea público o privado. Pero no es suficiente, ni tan siquiera imprescindible, si no va a acompañada del estímulo a la inversión, el conocimiento, la formación y la productividad. Vamos a ver si soy capaz de explicar el futuro que nos espera, en especial a esa generación de jóvenes, que unos se distinguen por estar muy bien preparados y otros por carecer de los mínimos conocimientos al ser producto del fracaso escolar. Desgraciadamente unos y otros, que son el futuro, seguirán afectados por las altas tasas de desempleo y la falta de expectativas, mientras no cambien las cosas.

Parece claro que, en efecto, atrás han quedado el despilfarro económico y la incontinencia consumista, cuya futilidad, junto con la desmesurada avaricia del capital financiero, nos ha llevado a la crisis actual. La crisis y el desempleo han provocado un descenso en el consumo y pasarán décadas antes de que se recuperen las cotas registradas hace tan sólo un lustro. Pero también está cambiando la actitud de los consumidores que, por convencimiento u obligación, son más prudentes y precavidos a la hora de cambiar de coche, frigorífico o televisor, a la hora de programar sus vacaciones o cuando quieren renovar el vestuario.

Claro que, por otro lado, toda la estructura productiva de economía neoliberal está exclusivamente diseñada para el consumo, sea privado o público. Esto significa que, en la actualidad y de cara al futuro, hay un evidente desequilibrio entre el consumo previsible y la capacidad productiva, lo que nos lleva a la afirmación de que sólo sobrevivirán aquellas empresas competitivas en un mercado globalizado, libre y abierto. Dicho en otras palabras, el conocimiento y la productividad serán los árbitros que determinen quiénes siguen en el camino y quiénes tienen que cerrar y destruir empleo.

Al sector financiero le importa bien poco dónde está la sede de la empresa a la que presta dinero. No existe el patriotismo financiero y compran bonos de deuda pública por la rentabilidad que les ofrece y no para ayudar a un país. Sólo le interesa que sus "créditos" no engrosen la morosidad y por ello restringen el mercado crediticio hasta que sólo queden aquellas empresas preparadas y competitivas que garanticen la devolución de esos créditos. Y es aquí donde la acción de los gobiernos puede ser determinante, para bien o para mal.

Aceptar con sumisión los dictados de austeridad que impone el poder financiero significa asfixiar la economía, destruir más puestos de trabajo y cerrar las puertas al conocimiento, al igual que aumentar los impuestos conlleva la reducción del poder adquisitivo de las personas. Por ello, es fundamental no quedarse sólo con la imagen de la catástrofe venidera, sino poner los medios para evitarla o minimizarla. Y esta es una responsabilidad de los gobiernos, pero no sólo de ellos, también es nuestra responsabilidad en la medida que somos quienes les elegimos.

Tal y como dicen Morin y Hessel, si no somos capaces de reaccionar?, estamos condenados.