El Getafe-Athletic me pareció una castaña de partido (será por el horario, de sobremesa, al socaire de una tibia tarde invernal post traumática, es decir, con la Navidad aun sin digerir), pero ha dejado un par de reflexiones sobre lo etéreo que puede ser el fútbol y sus circunstancias. Filosofía auténtica, en definitiva, porque hasta un anodino 0-0 tiene profundidad y trascendencia.
"Me pareció un resultado justo. Podíamos haber ganado o perdido. Ellos (los del Getafe) crearon más situaciones de gol que nosotros, pero nosotros elaboramos mejor el juego", dijo Marcelo Bielsa tras el partido. Es decir: el empate surgió a consecuencia de una armonía, resultante de un choque de fuerzas dispares, pero incapaces de romper el equilibrio cósmico.
Luis García Plaza, el técnico del equipo madrileño, ahondó sobre el asunto, y su propuesta también adquiere relevancia. "Los resultados justos son los que hay. Pongo el ejemplo del Barcelona (el Getafe ha sido el único que ha derrotado al campeón azulgrana). Yo consideré que aquel resultado fue justo. Ellos tuvieron muchas ocasiones; nosotros sólo una, pero marcamos y ganamos".
Acotada la ambiciosa pretensión de desempatar conceptualmente un empate buscando una dimensión más allá del raquítico punto que entraña, hubo otro 0-0 en la decimoséptima jornada liguera que también merece nuestra atención.
"Es como cuando vas en un coche, haces un par de pifias y llegas sano y salvo, pero al final has hecho las pifias. No jugamos nada y el punto que nos llevamos es mucho", señaló José Luis Mendilibar sobre otro 0-0, acontecido en Anoeta el pasado sábado entre la Real Sociedad y Osasuna.
Escuchando al técnico vizcaino, a uno le entran ganas de denunciarle a los agentes de tráfico por conducción temeraria, porque Mendi no puede proclamar así por las buenas, con un símil tan simplón, que Osasuna empató de chiripa, quitándole toda la magia y sugestión al meollo del asunto: el sentido de la justicia y la trascendencia críptica que encierra el 0-0.
Tiene su aquél explicar un empate a cero ponderando lo peligroso del resultado, porque para llegar hasta semejante desenlace han tenido que pasar al menos noventa minutos de suspense, de emoción, y la hinchada con el alma en vilo hasta el pitido final. ¿La meterá Toquero?, ¿tal vez lo hará Susaeta?, ¿cualquier otro, aunque sea por equivocación, que también vale?
En plena disquisición sobre la insoportable levedad del cero a cero, se pudo atisbar la egregia figura de Fernando Llorente proyectando una luz de esperanza sobre tanta desazón, y aunque llegó con el partido entrado en un carril con destino a ninguna parte, ya podemos gritar con alegría y alborozo: ¡aleluya,!, ¡ha vuelto nuestro galán goleador!
Pasada la modorra y recapitulada la intrahistoria del Getafe-Athletic bajo el resplandor de tan sabias reflexiones, uno acaba dándose cuenta de que el desenlace no es lo que parece, sino todo lo contrario, o sea, que el 0-0 encierra un valor tan potente como insospechado.
Conviene además analizar el resultado global de la jornada, pues todos los presuntos rivales del Athletic en la carrera por las plazas europeas también pincharon o, en su defecto, también se pintaron con el enigmático color del empate.
O comparar lo acontecido en el Coliseum getafense con el Real Madrid-Granada, por ejemplo, para abundar sobre la importancia de lo conseguido por la tropa rojiblanca. En vivísimo contraste con la afición del equipo andaluz, que celebraba alborozada tan soberana paliza, Cristiano Ronaldo se negaba a celebrar el quinto gol, anotado por él mismo en los instantes finales, con gestos evidentes de enfado y decepción.
¿Qué tendrá este chico guapo, rico, resultón y crack del balón, que responde con un moriros de envidia a quien osa cuestionar su alcurnia?
¿Acaso las tribus madridistas ya no le adoran como a un dios Apolo porque le achacan, sin ir más lejos, que le entra complejo y se pierde a la hora de la verdad suprema, mayormente cuando se enfrenta al Barça?
Frente a tanta miseria, otro empate recorrió como un escalofrío la columna vertebral de la Liga. El Barça no ganó al Espanyol, esa especie de Real Madrid B clavado en el corazón de Catalunya cuya afición magnificó hasta el paroxismo la eventualidad de haberles podido chafar el título liguero en favor de Mourinho y las hordas blancas, sacudiéndose de paso su proverbial complejo de inferioridad en un grandioso ejercicio de catarsis colectiva.
Pep Guardiola lo intuía la víspera y así lo expresó en público. Messi, que hoy recibirá su tercer Balón de Oro, se perdió entre El Prat y Cornellà mientras los duendecillos azulgranas se convertían en hombres, perdiendo su fascinante magia.