Julián Goikotxeta
los donostiarras son gente estupenda, que además tiene el privilegio de residir en una ciudad bellísima, y eso es como para darle las gracias a Dios todos los días, pero hacen muy mal en buscar vías terapéuticas con los asuntos futbolísticos, y más en el derbi, sobre todo si existe la posibilidad de torcerse el asunto, porque la bilis, que tiene que salir del cuerpo para que este recupere la armonía con la Madre Tierra y las estrellas, se puede quedar dentro y acaba amargando al más templado.
Es una forma de contar la animadversión; los sapos y culebras que salen de las gradas de Anoeta cada vez que se acerca el Athletic por sus aledaños, y cuando se lleva así de mal la rivalidad, desde las tripas, se corre el riesgo de acabar descompuesto y sin puntos.
Dicho lo cual, habrá que convenir lo simpático que estuvo el dicharachero Griezmann, el mismo que clamaba por su traspaso el pasado verano argumentando que la Real se había quedado pequeña para su ciencia futbolística, augurando que iba a marcar tres goles al Athletic. Un guiño comprensible hacia la parroquia txuri urdin, que vivía con fundada esperanza la víspera del derbi, más que nada por lo mal que llevaba el Athletic su singladura liguera.
Aunque sus previsiones se quedaron en bravuconada, que eso sí da fuste y miga al fenómeno futbolístico, se convirtió en uno de los protagonistas del partido por la brutal embestida que dejó grogui al granítico Javi Martínez. La acción y posterior salida del campo del recio navarro distorsionó el partido, desconcertando al Athletic y animando a la tropa blanquiazul, que entonces vio la posibilidad de hincarle el diente a su rival, y vaya si lo hizo.
El gol de Iñigo Martínez, anotado desde unos 55 metros de distancia, tendrá su hueco en la historia realista por su singularidad, y cae como un borrón en la hoja de servicios de Gorka Iraizoz, que se tragó el proyectil como quien come una aspirina.
Pero antes de despellejar al meta rojiblanco por semejante desventura conviene analizar los aspectos sociológicos para encontrar atenuantes. Teniendo en cuenta que Donostia es la ciudad preferida para el veraneo de los iruindarras y dada la hora (la hora china la llaman, puesta ahí para que se vea en el extremo oriente, se aficionen, nos quieran y, sobre todo, compren) y la climatología del momento, a lo peor Gorka estaba pensado en un bañito en la cercana playa de La Concha, la preferida por los navarros, o el sugerente arrullo del mar, o un buen piscolabis en las tabernas de lo viejo, y el hombre se despistó un poco.
Si dejamos al margen las connotaciones sociológicas, se trata entonces de la tercera pifia del cancerbero en seis partidos, un dato alarmante que pone en cuestión la idoneidad de Iraizoz para la portería, un puesto donde la regularidad y la sensación de transmitir tranquilidad deben ser norma y aspectos inquebrantables.
Por fortuna luego sacó su mano certera para desviar un excelente remate de Agirretxe y después apareció el apolíneo Fernando Llorente cerrando el marcador y prácticamente el sino del partido con otro estupendo gol; que calla muchas bocas y reivindica, si aún hace falta reivindicar lo evidente, al hombre más importante del Athletic, pues acabó la función exhausto después de exprimirse en la defensa, conducir el balón hacia arriba y, ¡eureka!, recuperando su olfato goleador.
(Además añado: Llorente también aprovecha sus encantos futbolísticos y los otros como embajador de Save the Children y se mueve y moja por esta causa altruista, lo cual hace que el mozo me caiga aún mejor.)
Merece la pena destacar en la jugada el centro largo y templado que le envió Fernando Amorebieta, en plan Franz Beckenbauer, y su meritoria labor defensiva. Lástima que todavía mantenga esa irrefrenable tentación de darle un trompazo al rival que se le escapa, lo cual le costó añadir una nueva tarjeta amarilla a su extensa colección.
Ha sido un derbi, en suma, muy sugerente: el Athletic por fin gana en la Liga, y en qué lugar, sale del pozo clasificatorio y se procura un merecido tiempo de tranquilidad y buenos alimentos, amén de recuperar para los escépticos la doctrina de Marcelo Bielsa, que comienza a afinar su orquesta sin gritar ¡anatema! cuando se produce algún patadón que otro, alternativa necesaria para salir de apuros, pues el legado Caparrós también mantiene su huella.