El filósofo escocés David Hume dijo aquello de que cada solución da pie a una nueva pregunta, advirtiéndonos, de este modo, de que no existe el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura, aquel ungüento hecho de aceite, vino, sal y romero que provocó a Don Quijote vómitos y sudores, antes de sentirse curado después de dormir mientras que para Sancho tuvo un efecto laxante, justificado por Alonso Quijano por no ser caballero andante.

Hoy cuando se anuncia la inminente apertura de la Supersur, hay quien ve en ella el remedio a todos los males y quien pone el grito en el cielo. Era lo previsible. No en vano, Bilbao -Bizkaia entera, para ser más precisos...- encuentra un desahogo para el tráfico rodado mientras que el gremio del camión acusa a las administración de hacer negocio a su costa. Con esta doble visión habrá de lidiar la clase política. Serán días de alabanza y reproches cruzados pero no hay que olvidar que la vida sin problemas equivale a conducir por una carretera sin curvas: un tostón.

Más allá de esta diatriba, la realidad es que las autopistas son hijas de la necesidad de las civilizaciones modernas, tan contradictorias que van al gimnasio en coche para no cansarse. Cientos -qué digo cientos... ¡miles!- de lenguas de asfalto recorren muy diversas geografías, cosiéndolas a cicatrices. Y mientras alguna que otra voz protesta por esa invasión de los cuerpos rodantes, la inmensa mayoría del pueblo felicita la llegada de nuevas carreteras. No en vano, alejan el pasado y acercan los pueblos.

Ocurre, además, que este florecer de vías y vehículos trae consigo el efecto adverso de la aparición del atasco y la caravana, dos males de nuestro tiempo que transforman al más templado conductor en un manojo de nervios a medida que se agranda la cola, dicho sea sin segundas. La Supersur rebajará ese enojoso tiempo de espera que robotiza al conductor. No es buena esa automatización, porque de esa ira destemplada y sin razón nacen discusiones. Y no hay que olvidar que un pueblo sin alma es solamente una multitud.