CADA vez que se celebra el Festival de Eurovisión me hago euroescéptico y pienso que Europa no tiene remedio al disolver su culta identidad en la vulgaridad de este bodrio. No digo nada original si afirmo que Eurovisión se mantiene por dos únicos motivos: porque a la industria musical le interesa esta plataforma para su línea de subproductos y porque los directivos de las cadenas no se perderían jamás unos días de juerga y corruptelas pagadas por los ciudadanos. Si conociéramos las cifras de este despilfarro, y más en plena crisis, estallaría un escándalo.

Aun así, este año el Festival ha recuperado parte de la dignidad perdida tras el asalto de los frikis, aunque el mejor de los intérpretes de 2010 no podría cantar en una verbena de barrio. A falta de talento los participantes se han volcado en la coreografía y los efectos especiales, como las malas películas o la cocina que engaña con exceso de salsas. Este ha sido también el propósito de España, con una escenificación recargada, a medio camino entre el Cascanueces de Tchaikovski y la estética veneciana, todo para quedar en el puesto quince, con una canción cuyo título, Algo pequeñito, autodefine la mengua de un país desenladrillado y brutalmente zapateado.

Se puede decir que lo mejor fue lo imprevisto: la irrupción de un intruso famoso, Jimmy Jump, forofo del Barça, con barretina y todo, cuando cantaba Daniel Diges. Hoy un espectáculo de masas no es nada sin la sorpresa del espontáneo, vestido o desnudo. Creo que los organizadores de eventos globales fomentan estas incursiones porque otorgan notoriedad y añaden un toque de ruptura. Es la expresión del protocolo creativo. Y así Jimmy Jump, y no la jovencita alemana, ha sido el triunfador absoluto de Eurovisión. ¿Quién ha sido noticia?

Consideraré las dos horas largas del Festival como una mortificación piadosa; pero lo de José Luis Uribarri, jactándose toda la noche de lo muy listo que era al predecir a qué país iba a votar cada una de las delegaciones, eso ha sido una cruel e insoportable tortura.